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Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

Risas de mujer

Todo lo malo que tuvo el día, todas las inclemencias, todo el estrés y todos los marrones se disiparon con el virus de la risa

Estaba en la puerta de la tasca con un botellín en la mano, en plena descompresión al final de la jornada, cerca de la medianoche, cuando las oí. En la acera de enfrente, en una de las mesas de la terraza, cuatro mujeres rompieron a reír. Su risa tuvo el efecto de una de esas bombas por simpatía, de las que se accionan y estallan cuando lo hace una anterior. Ellas reían y reían, y querían dejar de hacerlo -esto nunca es verdad-, pero no podían. Cuanto más esfuerzos hacían por intentar parar, más se multiplicaban sus risas. Llenaban la noche. Era pura felicidad. Instantánea, sí, pero felicidad. Yo las miré. Eran cuatro, de mediana edad, con tiempo suficiente para saber ya bastante de esta vida. Se tapaban la boca con la mano. Parecían que iban a parar, y entonces una... Y otra vez más carcajadas. Al principio sonreí. Me gustó verlas así. Una de ellas acertó a decir algo, ininteligible y sin embargo entendible para sus amigas -la risa, cuando es de la buena, como la tos, impide pronunciar ni media palabra-, que sin duda estaba relacionado con la causa primigenia de sus carcajadas. Y éstas aumentaron.

Coloquialmente: se estaban meando.

Yo empecé a reírme. Me aparté unos metros de la puerta de la tasca y miré a izquierda y derecha por si alguien descubría la risa del idiota. Nadie reparó en mi dicha solitaria. Todo lo malo que había tenido el día, todas sus inclemencias, todo el estrés, todos los marrones y todo el cansancio se disiparon con la risa. Ahí estaba yo, riéndome gracias a esas mujeres sin ellas saberlo. En un tiempo de putos contagios y jodidas infecciones ellas me habían transmitido el virus de su alegría.

Pocas cosas hay tan satisfactorias como la risa femenina. No digo que un descojone entre hombres no tenga su gracia -nos lo pasamos bomba, de acuerdo-, pero ver y oír reír a una mujer es otra cosa. Provoca una dicha especial (cuando es real y auténtica, por supuesto, que hay por ahí cada boba que se ríe hasta con el marco de una puerta). Y causarla es un placer.

A mí me lo producía la risa de mi madre. Mucho más valiosa por tratarse de alguien poco dada a reír, a no regalarla a cualquiera (como hacen las del marco de la puerta). Verla y oírla reír no tenía precio. Conseguir que lo hiciera con cualquier ocurrencia, tontería o chascarrillo era el mayor éxito al que yo aspiraba. Era un sonido incomparable. Cuando la felicidad tuvo algún rostro fue ése. Disfrutaba de sus carcajadas y me reía con ella. Como con las mujeres de esa noche frente a la tasca. Cuán agradecido les estoy.

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