Réquiem por el 'homo sovieticus'

Putin se quedó tan congelado cuando el Pacto de Varsovia saltó por los aires, que ha sido incapaz de evolucionar

Putin sigue sin aceptar la implosión de la URSS, tres décadas después. Convertido en un Stalin de turno, ignora que el Pacto de Varsovia es historia y que los países satélites del Este como Bulgaria, Albania, Rumanía o Polonia abandonaron la órbita rusa para alinearse con Occidente, hace lustros. Por lo visto se quedó tan congelado cuando su añorado mercado común entre los países socialistas (COMECON) saltó por los aires, que es incapaz de evolucionar. La autora ucraniana Svetlana Aleksiévich describió como nadie el final del homo sovieticus, que nació del laboratorio del marxismo-leninismo, pero por desgracia el sátrapa no ha leído su colosal obra a modo de réquiem, ni quiere. Él prefiere aplastar a Ucrania y entretanto nos preguntamos cuál será su última motivación. A priori le mueven el odio a Occidente y su afán expansionista para debilitar las democracias y causar el mayor daño a EEUU. Pero poco más sabemos de las auténticas intenciones de quien envenena y encarcela a sus opositores. Por tanto, que un iluminado como Maduro empatice con este jerarca se admite, pero que la cúpula de Podemos no le condene sin tapujos es de locos.

Los socios de Sánchez cabalgan sobre la contradicción porque son los primeros en advertir que Putin sólo es partidario del comunismo a la carta con un toque pijo. Un comunismo híbrido e icónico como la foto del Che, más estético y sentimental que real, y que se reserva los privilegios y la opulencia para el partido. Su régimen es muy parecido al de China, presidido por el capitalismo salvaje bajo una enorme carga simbólica, con la hoz y el martillo, el puño alzado y un canto a la internacional. Putin ejerce un control férreo sobre todo lo que se mueve desde la autocracia y la tutela de partido único. Preside un gobierno alejado de la utópica dictadura del proletariado y de aquella revolución que, a la larga, selló la explotación del trabajador por el mayor patrono del mundo: el Estado soviético, con el ejército, la prensa, la policía secreta, los sindicatos, los tribunales y la propaganda a su servicio. Hasta ahora, apenas nada cambió en Moscú, salvo que los oligarcas rusos que se enriquecieron con la descapitalización de las empresas estatales son más transparentes. Les encanta exhibir sus yates de lujo tanto como a los demás. Y aunque algunos podemitas lo sigan viendo con nostalgia, Putin no deja de ser un supremacista al que le pirran el dinero y el poder, tanto como gobernar con mano de hierro, la economía intervenida y las libertades aniquiladas por un aparato que intimida a la población. La paz impuesta por Rusia en Chechenia, a sangre y fuego, y Bielorrusia, a golpe de talonario, no será tan fácil en Ucrania. El PIB ruso apenas supera al de cualquier potencia europea. Y por más que destine una gran tajada del mismo a su ejército y que quiera acallar a la opinión pública, un día hasta su pueblo le recordará que el homo sovieticus murió hace tiempo. Descanse en paz.

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