Turismo Cuánto cuesta el alquiler vacacional en los municipios costeros de Cádiz para este verano de 2024

No me gustan mucho los homenajes póstumos. Por dos motivos. Primero, porque, aunque autodeclarado en rebeldía desde antes de la Primera Comunión, estoy criado en un tipo de educación antibarroca y de oración que desdeña los cabezazos de los funerales: allí, en esa previa de la cerveza y las raciones, no hay mucho de espiritualidad. Es un alivio el cariño de otros. Sí creo en la fiesta turulata del pequeño comité de clan, en el que la familia inmediata descansa tras el entierro de un padre, madre, abuelo o abuela; tristemente, un hermano o un amigo del alma; trágicamente, un hijo. Segundo, porque los obituarios ignoran la intrahistoria, término entre de Unamuno y de Azorín que, mal traído, se aplica a cualquier “historia pequeña”, cuando en verdad se refiere a la gran historia de las personas corrientes, esas que de verdad hacen patria. Las semblanzas postrimeras se reservan a gente importante: algo no muy cristiano.

Carmen Palacios es mi estrella hoy aquí; lo fue en cierta medida siempre. Se me van los dedos, me resulta incontenible escribir de ella en este rincón, como ahijado que se sintió querido hasta inflarse, y así vivir mejor. Ya está Maricarmen aliviada de la ausencia de ella misma en los últimos años: los anteriores –qué mujer– fueron rutilantes, poderosos, prácticos, talentosos, repletos de amor y propósito, ejemplares en su alegría y energía. Qué presidenta se perdió el mundo de la política o la empresa, qué bárbara presidenta de familia de catorce hijos y sus ramas ubérrimas fue al alimón con tío Antonio Miguel, que ahora pierde la presencia física de su compañera y esposa. Cuando ya no pocas mujeres “empoderadas” van reivindicando la condición de madre y gobernanta de la empresa que es un hogar y una crianza, su figura me parece de otro mundo –de ayer, pero a nuestro alcance– en el que las madres se dedican al back office, allí donde se cuecen las habas del potaje del mañana. O el padre; por qué no.

Me enseñó, conduciendo como Fittipaldi, a cantar varias canciones con las sílabas al revés: “Nau nañama de yoma gicó mi llobaca y me ifu a arsepaaaaá”. Me llevó a Los Boliches. Los Reyes Magos me dejaron en su casa –nunca fallaron– unos cuantos de mis jerséis azules, todos buenos; y libros que le elegiría mi prima Marta. Yo, a cambio, mimado, le puse sólo un paraguas: y me lo recordaba con su sonrisa achinada. Me hizo padrino de María, que debe de hacer el número once de esa familia preciosa. Recortaba estas columnas y me las enseñaba cuando fui a visitarla.

Nunca dejaré de aprender de ti. De añorarte y agradecerte.

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