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Fracturas

El horizonte de incertidumbre reproduce acaso con factores nuevos las viejas ansiedades

Aplicadas a los periodos históricos, e incluso a nuestras mínimas e irrelevantes peripecias individuales, las impresiones de crisis o continuidad son difíciles de apreciar desde el presente, mientras vivimos hechos que sólo unos años o décadas después comprendemos que fueron determinantes, aunque entonces pudieran pasar desapercibidos. Esta distancia, obligada para los historiadores, no exime a los analistas de interpretar lo que sucede o creemos que sucede, con todas las limitaciones que impone la falta de perspectiva. De un tiempo a esta parte, se ha vuelto habitual resaltar los paralelismos entre nuestra época y la edad que nuestros antecesores del siglo pasado llamaron de entreguerras, los ahora recordados y no tan felices años veinte y los ya sombríos y dramáticos treinta, que fueron también, por citar dos hitos entre muchos, los de la eclosión de las vanguardias y el descubrimiento de las galaxias más allá de la Vía Láctea. Leyendo la crítica de Manuel Gregorio González al nuevo libro de Philipp Blom, El gran teatro del mundo, donde el historiador alemán recurre a la célebre imagen de Calderón para relacionar la formidable crisis del Barroco, tan fecunda como casi todas en el ámbito de la cultura, con la de un presente atribulado en el que tantos creen encontrar señales del apocalipsis venidero, recordamos otros títulos de Blom en los que el autor, que se ha distinguido por la agilidad de su estilo narrativo y por su capacidad para trazar amplios panoramas, ha recorrido los "años de vértigo" que mediaron entre la Exposición Universal de París en 1900 y el magnicidio de Sarajevo o los que después del corte brutal de la Gran Guerra, durante dos décadas en las que Occidente no conoció una paz propiamente dicha, señalaron una "fractura" irreparable. En esos y otros libros, Blom se muestra lúcido cuando analiza las tensiones de fondo a partir de sucesos aislados o interpreta lo que estos tienen de ejemplares. La angustia y una cierta impotencia, derivada del hundimiento de los antiguos valores, así como la sensación de vacío moral, se tradujeron entonces en el triunfo de las ideologías de masas, que de algún modo sustituían el menguado papel de las religiones. La atribución de la culpa a otros, convertidos en enemigos raciales, culturales o de clase, y la nostalgia del mundo anterior a la modernidad, eran dos caras de la misma moneda. No pueden trasladarse sin más los esquemas de unas épocas a otras, pero la acelerada revolución de las tecnologías, el cuestionamiento de la democracia y las proyecciones del desastre climático apuntan hoy a un horizonte de incertidumbre que acaso con factores nuevos reproduce viejas ansiedades.

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