Elogio de los piñazos

La barbarie jubilosa de los niños tenía gran importancia educativa. Ahora nadie hace tanto el bestia, me temo

He sentido una aguda nostalgia de cuando me dieron varios piñazos, literales o metafóricos. No por masoquismo, sino por Ferenc Molnár y su extraordinaria novela juvenil Los muchachos de la calle Pál. Cuenta las aventuras de unos muchachos de Budapest y, como quien no quiere la cosa, hace una apología irresistible de la amistad, del heroísmo, del patriotismo y hasta de la democracia.

Los muchachos se pelean con una banda rival de evidentes ecos totalitarios (se llaman "los camisas rojas"). Imperialistas, quieren ocupar el solar de los muchachos de la calle Pál. He recordado entonces las peleas de niños con nuestros vecinos, capitaneados por Carlos Calvar, que hacía honor con su fiereza a su estirpe de marinos de guerra. Empezamos tirándonos las gomosas bolitas de los leylandis de las lindes de las casas; pasamos, en una escalada que habría hecho las delicias de Clausewitz, a los conos de los cipreses, que ya son como pequeñas calaveras, según el sabio ojo tétrico de Miguel Delibes; y acabamos (versión nuclear de la infancia) lanzándonos a la cabeza piñas piñoneras. Ganaban casi siempre Calvar y sus infantiles infantes de marina; pero nosotros preferíamos honra con chichones.

Todavía más elaborado (y más parecido aún a la novela de Mólnar) fue lo que ocurrió en el colegio. Los mayores (ávidos lectores de Astérix) alistaron a los más pequeños y les enseñaron a desfilar. Organizaron legiones, centurias y decurias. Luego procedieron a expandir su despótico imperio por todo el recreo. Los de los cursos intermedios nos autodenominamos celtas, íberos, cartagineses…, y resistimos. Más de 1.000 alumnos de todas las edades jugando a lo mismo. El arma eran los jerséis del uniforme anudados y volteados como un mangual. Clausewitz de nuevo: a medida que crecía el fragor del combate, se metían en el nudo piedrecillas, piedras, ladrillos…

Ahora nadie hace tanto el bestia, me temo. Lo harán peor, en las maquinitas, porque son más brutales, y, sobre todo, porque no hay posibilidades de sufrir el piñazo o el mazazo de vuelta. ¡Eso facilitaba horrores la empatía con el dolor ajeno, además de forjar virtudes como el valor, el compañerismo… y la prudencia! En sus 12 reglas para la vida, Jordan B. Peterson aconseja no impedir que los niños se desuellen con el monopatín. Un poco de salvajismo es un sublime medio civilizatorio. No permitamos demasiadas pantallas entre nuestros hijos y la vida.

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