Turismo Cuánto cuesta el alquiler vacacional en los municipios costeros de Cádiz para este verano de 2024

Es una mujer en edad de que se dirija a ella con “señora” el vendedor de bebidas, ese galeote que recorre con su pertrecho helado la arena mojada, de cabo a rabo y vuelta atrás, quién sabe cuántas veces durante la mañana; el hombre tiene una gran presencia de ánimo para su duro menester, es simpático y locuaz. La señora está sentada en una de esas sillas plegables bajas de rafia a rayas que comienzan a ser objeto de aprecio una vez entrada la vida (de joven, son tabú). Lee un libro de no menos de trecientas páginas, con las gafas de cerca algo bajas, las piernas cruzadas, con un cestón de esparto a su vera: si el bolso de una mujer es siempre una promesa de supervivencia para los allegados, o al menos de apaño, en una jornada de playa bien puede ser despensa de todo lo estrictamente necesario; poca cosa al cabo.

La mañana ha convertido a la bahía en un Brighton mediterráneo, en una playa de otoño a veintitrés grados. Han sido el viento del oeste y la tregua de la canícula quienes han tornado gris el cielo, hecho un carrusel lento de regordetas balas de algodón que apenas dan cancha a un sol que lucha por hacer su faena de estío: secar, tostar la piel. Nada de eso hace el astro rey en unas horas primeras en las que los turistas –ese sol de la economía transeúnte, con cimientos de arena mojada– han dado un receso. Los lugareños y los veraneantes son los protagonistas del escenario de piel y familia; bendito nublado. La gente no se baña, aunque el agua está deliciosa y te embiste a medio cuerpo un suave oleaje de oscuros verdes. Uno fantasea con que, con tanto tiburón de orilla en los videos de internet, nos decimos: “Si sólo soy yo el que se baña, no tendrá el bicho una presa alternativa”. Pero como decía el viejo jefe indio de Pequeño gran hombre, elegí un mal día para morir. Más conveniente será zambullirse como un Zorba de ocasión, y prepararse para le aperitivo.

Al adentrarse un pionero en el agua, otros intrépidos, tardíos, siguen su ejemplo. Como la orilla está repleta de conchas, asistimos, participando de él, al Chiquito dancing a la salida del rompeolas, que es liviano, y sin rastro de orcas. Alrededor, al volver a la arena seca, no sólo hay dos o tres lectoras, sino también algunos –también mayoritariamente mujeres– que parecen haber sido gloriosamente desactivados por la brisa templada. Vuelven a veces a la vida, apenas unos segundos, para proseguir su bendito sopor. “Me decía mi madre: habrá días como estos”, cantaba Van Morrison. Le doy la vuelta a esas palabras de consuelo, y me digo que ojalá haya bastantes.

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