La provincia ha perdido en estos días uno de sus monumentos gastronómicos más importantes, Casa Bernal, una casa de comidas que existía en Campamento, una pedanía de San Roque, desde 1886.

No digo lo de monumento por decirlo, sino porque creo que estos establecimientos son un patrimonio más de las ciudades y porque en este sitio se "pintaban" a la perfección muchos de los platos típicos del Campo de Gibraltar. Se servía historia metía en tomate.

Casa Bernal no ha cerrado por falta de clientes. Ha cerrado porque su último gerente, Antonio Bernal, más conocido como Kuki, ha fallecido y su hermana May, que se ocupaba de la cocina no puede seguir en solitario al frente del local. De todos modos, y esa es la buena noticia, no parece que estemos ante un punto y final sino tan sólo ante un punto y aparte, que durará el tiempo en que se prepare la cuarta generación de la familia para hacerse cargo del local.

Este tipo de monumentos no pueden perderse porque son un bien de la sociedad, un museo, en el que no se conservaban ni pinturas acrílicas, ni mármoles esculpidos a cincel, sino guisos ya muy difíciles de encontrar y que May, que heredó las recetas de su madre Rosa Duque, interpretaba con acierto.

En Casa Bernal se podía todavía tomar el "rosto" , un plato de pasta con influencias de varias culturas y que era típico del Campo de Gibraltar. Se disfrutaba de la minestra, una especie de sopa de verduras de influencias gibraltareñas. Se tomaban unos excelentes fideos con pescado y marisco y se servían verdaderas joyas como un bacalao metío en tomate y decorado con dos mitades de huevos duros, era como encontrarte una lámpara del siglo pasado pero que aún seguía dando la luz más brillante.

El cierre de Casa Bernal no puede pasar desapercibido y hay que ayudar a May para que pueda encontrar la fórmula de reabrirlo porque la sociedad no puede perder estos monumentos. Su comedor era tan de película que encandiló al escritor Arturo Pérez Reverte. Cuando comí allí tuve la sensación de que no sólo salía calor de los guisos y del queso fundido del espléndido San Jacobo, sino que también salía como una especie de abrazo de todo el local, de la chimenea del comedor, de los azulejos de colores de las paredes, de la estantería algo descuajeringá de la barra, pero sobre todo de sus propietarios, capaces de escribir obras de arte en platos de loza blanca, obras de arte que no se aplauden, se rebañan.

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