En tránsito
Eduardo Jordá
Mon petit amour
EN la puerta de la plaza y en algunos puestos de frutas las venden. Las hay de dos tamaños, en bolsitas de plástico anudadas, y a un euro. La azofaifa es el fruto del azofaifo (ziziphus ziziphus). Recuerdo que la llamábamos "jofefa" o "azofefa", no había unanimidad. Ese pequeño fruto tiene un sabor peculiar a manzana verde o a perillo crujiente cuando está de color marón rojizo brillante. Cuando madura y se arruga cambia de sabor, y es cuando más gustan.
En mi niñez, las azofaifas eran también una aventura además de un fruto. En aquellos largos días de verano de pantalón corto y camiseta de naranjito, los niños de la Soledad siembre buscábamos algo en lo que ocupar las mañanas o las tardes. Siempre nos inventábamos algo que hacer en una ciudad todavía entonces, casi inexplorada y para nosotros, por descubrir.
En el motocrós que había cerca del cementerio, donde ahora hay un parque, junto a la ermita de la soledad, había un azofaifo. Aquello más que un árbol era un inmenso arbusto espinoso y laberíntico en el que los niños nos metíamos, con movimientos lentos como los camaleones para no pincharnos ni arañarnos demasiado. En cualquier caso, por aquel entonces, tener arañazos o "matauras" en codos y rodillas era lo normal. No habría imaginado de pequeño un amigo sin un arañazo, su buena postilla en la rodilla o su brechita en la barbilla, con su par de puntos de sutura zurcidos en el ambulatorio, y que se exhibían a modo de galones. Una vez dentro del laberinto de espinas, el fruto, escaso y diseminado, te obligaba a estirarte en posturas imposibles para alcanzar con la punta de los dedos la pequeña y dulce manzanita. Algunos llevaban un plastiquito, pero yo me las metía directamente en la boca, utilizando mi estómago como el mejor y permanente almacén.
El verano daba para mucho. No había móviles a los que pegarse, ni play, ni nada de eso. (Todavía no le habían regalado a mi amigo Julio el videojuego que se conectaba a la tele y con el que se podía jugar al tenis con un punto blanco y dos rayitas que se movían arriba y abajo).
Nos reuníamos en la calle que hacía también la función de patio de vecinos, y nos conjurábamos para correr alguna aventura. ¿Quillo qué hacemos?, decía uno en tono de provocación. Sin que las madres nos vieran mangábamos de nuestras casas un cuchillo de cocina (yo cogía uno de punta redonda pensando que era menos pecado) y nos íbamos de expedición por las huertas, las salinas y la Chiclana salvaje a nuestro ojos y que nos rodeaba.
Quizás ese día fuésemos a comer tronchos de coliflor. Curruco, que así se llamaba, tenía y mantenía una huerta que lindaba con nuestro barrio y que estaba sobre una parte de lo que en su día fue la huerta de las monjas. Como buen hortelano, Curruco tenía de todo, y quizás por estas fechas, cogía la coliflores, y desechaba los tronchos o troncos que apartaba convenientemente, quizás para una vaca que había por allí y que iba a lo suyo mirándonos con esos ojos grandes cuando hacíamos un movimiento brusco, o pasábamos a través de la alambrada que consistía en apenas tres hilos de alambre de espinos sujetados por jorigones. Si más planteamientos, entrábamos en la huerta, cogíamos un troncho de coliflor, lo pelábamos con el cuchillo y nos lo comíamos a bocados. No teníamos hambre, ni mucho menos, pero nos parecía natural comernos aquello, quizás como un ejercicio aventurero de supervivencia, quizás porque lo habíamos visto hacer a algún amigo mayor, que a su vez lo había visto, y que ya no venía porque se entretenía con otras cosas.
Quizás esa tarde decidiéramos ir a las salinas, a buscar espárragos que no había, sobre los laberintos de tierra resquebrajada como piel de cocodrilo. En las salinas se podían coger coquinas, por la zona de la borriquera, si te arriesgabas a meterte en fango casi hasta las caderas. El resultado era siempre el mismo: la ropa llena de fango negro y maloliente, un par de arañazos en los pies, y unas cuantas coquinas que cabían en las manos y que no servían para nada. Luego nos bañábamos en una compuerta grande, en pelotas, y lavábamos la ropa y la poníamos a secar sobre la cepina.
Quizás esta fuera la tarde aquella que decidimos hacernos una caña de pescar. Para ello era necesaria una buena caña de mambú, que había que conseguir a toda costa. Aquellas aventuras se convertían en la obsesión del momento, y nos hacía meternos inconscientemente en peligros de adultos, aunque solo éramos unos niños.
Con la misma naturalidad con la que nos metíamos en la huerta del Curruco, aquella tarde nos metimos en una casa enorme y con un gran jardín que todavía está en la huerta alta. Entonces la entrada era distinta, con una enorme rampa en la fachada de piedra que era y es un enorme muro de contención. Nosotros saltamos por detrás, armados con un cuchillo de mesa, el mío de punta redonda, para cortar una buena caña. Cuando estábamos dentro, Jose y yo, con pantalón corto y camiseta de naranjito, escuchamos la voz de un hombre que estaba detrás nuestra a escasos metros… ¡Nos cogieron!
Para nuestra sorpresa, el dueño que de entrada nos asustó, comenzó a hablarnos como hacían los maestros del colegio. Nos explicó que aquello estaba mal, que nos podíamos caer… y nos obligó a salir por dónde habíamos entrado, a dar la vuelta y llamar a la puerta, y a pedir permiso para cortar una caña de mambú que finalmente nos cortó él mismo con un pequeño serrucho.
Desde entonces, comprendiendo lo fácil de este nuevo método, jamás volvimos a colarnos a escondidas en ningún sitio.
Al tiempo nos enteramos que en la fuente, a la espalda de pinocho, había un árbol enorme de azofaifas. Pedimos permiso a la mujer, y entrábamos cada vez que queríamos por la puerta y saludando. Había tantas, que había que llevarse un plastiquito…
¡Qué recuerdos y qué buenas me sabía!... Voy a la plaza a comprarme un cartuchito.
También te puede interesar
En tránsito
Eduardo Jordá
Mon petit amour
Crónica personal
Pilar Cernuda
Izquierda y derecha
Confabulario
Manuel Gregorio González
El Ecce Homo
La colmena
Magdalena Trillo
El otro despilfarro
Lo último