El catalejo
Siempre hay una prioridad
Su propio afán
Me ha alcanzado el último libro de poemas de Álvaro Petit (Bilbao, 1991) cuando más falta me hacía. Se titula Lograr el amor es alcanzar a los muertos, lo ha publicado en la sevillana editorial Siltolá y se acoge a la muy española tradición de poemas escritos a raíz (nunca mejor dicho) de la muerte del padre. La elegía filial es un subgénero en sí mismo, cuya abundancia, fecundidad y modernidad me sorprendieron vivamente cuando hice la antología Tu sangre en mis venas (Renacimiento, 2017) de poemas al padre.
Por suerte mi padre está mejor que nunca, pero me hacía falta el libro de Petit por razones generales. Tras el fallo del Tribunal Constitucional sobre el aborto, se ha visto claro que los poderes del Estado amoldan el Derecho y la conciencia a lo que convenga en cada momento al poder, sin que importe el texto de la ley ni la naturaleza de las cosas. Los terroristas campando por sus respetos en las listas electorales de Bildu me han desanimado mucho como signo definitivo de la decadencia de nuestra democracia, incapaz de sostener siquiera su propia dignidad elemental. Las mentiras políticas muestran la irresponsabilidad de hacer campañas a base de promesas que no cumplirán jamás y lo saben y saben que lo sabemos. En el ámbito más privado también se ha impuesto un relativismo absoluto, y el bien y el mal han dejado de ser puntos orientativos. Parece que no hay ningún límite ni jurídico ni político ni moral al desbordamiento del cinismo y del interés.
En estos poemas se recupera un referente muy hondo. La mirada del padre ausente sobre nuestra vida. Su ejemplo como eje: “Ya no es tuya sino nuestra/ la muerte que has dejado. /…/ Ya no es tuya, sino nuestra/ la vida que has dejado”, se redobla. La conciencia propia se asienta en esa figura. Exclama Petit: “¡Padre, que me perteneces y te pertenezco; que o me llevas y te llevo, o me matas y te mato;/ que, si tú eres abismo, yo debo ser salto!”. Qué sorpresa encontrarse con la seriedad de un deber ser.
Casi a la vez recibí la carta de un lector de mi último libro que finalizaba sus matizadas observaciones con un inesperado: “Y qué contenta tiene que estar tu madre”. Eso, que, por cierto, estaba muy bien visto, justificaba el libro nuevo. Entre Álvaro Petit y su padre y entre mi madre y yo, les animamos a medirse con la memoria de sus mayores difuntos. Si el mundo se derrumba o reblandece, ellos nos sostienen en el salto.
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