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Náufrago en la isla
Yuna vez más hubo pasión, y muerte, y resurrección. Pero no fue este último el mayor milagro, sino el de nuevo repetido de que durante una semana no pareciera ocurrir nada más de importancia en La Isla. Pocos profetas pueden obrar esta maravilla: paralizar, movilizando a todo el mundo a la calle, la vida de una ciudad, de una región, de un país. He contemplado de nuevo este prodigio, y de nuevo muy tangencialmente, como algunos meteoritos rozan la Tierra.
Salí un día, como el que no quiere la cosa y con afán espectador, a las calles céntricas de esta isla inundadas de gente, aceradas de cera y con el aire batido por cornetas y tambores, a lo lejos me llegó la música más llena de infancia y que por eso mantiene su poder evocador y por momentos estremecedor. De nuevo me chocó la imagen que de niño me gustaba del desfile de hombres uniformados y con el pecho repleto de medallas que ahora me recuerdan a la puerta de mi frigorífico llena de imanes de recuerdos, y me volvió a chocar en la mente la imagen de las autoridades civiles elegidas por la voluntad del Hombre rindiendo pleitesía a la suprema voluntad divina, como si el tiempo no sólo no hubiera pasado sino que siguiera retrocediendo.
La gente, la gente, la gente, se movía como de manera insospechadamente coordinada, apelotonándose al paso de la procesión, y desperdigándose todos a una por las calles adyacentes en cuanto el cortejo seguía su camino hacia otras multitudes. Las terrazas de los bares, como siempre, hacían ver que ya todos los meses son agosto, aunque pronto oiremos a sus dueños y encargados lamentarse de nuevo de que este año las ventas de bebidas y comidas no han roto ningún récord de consumo, esa ansia repetida.
Y, como todos los años, al cabo de unos días en los que corre más la cerveza que el incienso, en los que manda más el jolgorio externo que el recogimiento que los cofrades aún pretenden conseguir en lo interno, termino el domingo preguntándome por qué llaman Santa a esta semana.
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