Últimamente, para bien o para mal, El Puerto de Santa María ocupa espacio televisivo. Algunos, en un arranque de una falsa honestidad, pudor y vergüenza torera, unida a una indigna moral de la que no conocen ni las reglas básicas, se lamentan, se rasgan las vestiduras en un pusilánime lamento por la situación.

Nuevamente los colores, no sacados, demuestran el tono del comentario, pero para ser sinceros… aun nos queda mucho para llegar a la altura de esos parlamentos asiáticos en donde los perros no ladran, muerden. Bien visto, nuestros plenos más bien parece sacados de la película de Los Aristogatos. Duquesa y sus gatitos salvados por O`Malley sufren un sinfín de aventuras, pues Edgar se quiere quedar con la casa.

Mientras que algunos son protagonistas de cómicas escenas, los otros erizan el pelo sin llegar si quiera a arañar a nadie. No llega la sangre al río, realmente las amenazas son más propias de patio de colegio, pues realmente no me imagino a alguien reventando la cabeza a nadie y buscándose una ruina para toda la vida, y menos por los intereses de una ciudad (todavía si alguien se viera en peligro o a su familia, cabría entenderse).

No, lo esperpéntico de la situación no es para avergonzarse, ni para asustarse, para asustarse es lo que provoca, la manera en que azuzan al personal, ese que ni cobra ni nada obtiene, ese personal desconocido que sí siente indignado y cree, en su corta mente, que el teatro que conviene es real.

La inconsciencia de la actual clase política, y ahora me refiero a casi toda, es que se olvida que los peones somos nosotros, que mueven nuestros sentimientos, provocando reacciones que ni ellos pueden controlar. Generan un malestar en personas de muy distinta condición, algunas desesperadas por la precaria situación que viven, que llegan a un punto en el que no tienen nada que perder, y que toman como ejemplo para sus acciones a las personas que, supuestamente, defienden sus intereses (a pesar de que en muchas ocasiones simplemente viven de cara a mantener sillones y sueldos).

Ridículas, esperpénticas o incluso cómicas, pero, sobre todo, negligentes actuaciones que tan solo sirven para remover un avispero que cada día zumba más fuerte. Solo espero, por nuestro bien, que aparezcan Napoleón y Lafayette y persigan a Edgar para que deje a los gatitos en paz. Y ahora, acoplen los personajes al gusto, pero no se hagan partícipes de una historieta en la que los únicos perjudicados podemos ser nosotros.

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