Lo anticipaba Marcel Proust con su historia de la magdalena. Uno de sus personajes literarios, cierto día, abrumado por la tristeza, saborea una magdalena mojada en té y es repentinamente transportado a los veranos de su infancia en Combray, un pueblecito al noroeste de Francia. Es lo que hoy llamamos el “recuerdo proustiano”, que motivó un interés particular de la ciencia en el estudio de los “recuerdos involuntarios”. Más tarde, el aclamado novelista francés Marc Levy afirmó que la memoria olfativa es la única que no desaparece: “los rostros de aquellos a los que más amamos se desvanecen con el tiempo, las voces se borran, pero los olores nunca se olvidan”.

Así, vienen al encuentro nostálgico del portuense los olores pasados. Colosalmente lo explicó Diego Utrera en su “Recorrido por los olores de El Puerto” en Gente del Puerto. En mi caso, llegan a mi memoria olores de la infancia, como aquel a palomitas las tardes de sesión doble en el cine Macario o el madrugador olor a pan de la panadería de Gómez de Requena, cuyo recuerdo permanece hoy con aromas de yema y almendra, el de sus ya famosas tejas artesanas. El Puerto de costumbres antiguas, de los paseos sin prisas y las tertulias sosegadas. Con el frescor del jazmín de la Plaza Peral entrada la primavera; el aroma al amanecer de las acacias del Paseo de la Victoria; la brisa marinera de la lonja en el Guadalete, con sus redes mojadas y cajas de pescado fresco. Y en ese mismo río, el olor del Vaporcito antes de comenzar el paseo magno portuense, el que llevaba, en las noches de verano, a conversar íntimamente con la bahía.

El Puerto de ayer que aún hoy disfrutamos, a través de sus fiestas y tradiciones. El romero un día de Corpus, los nardos del día de la Patrona o el incienso en las callejuelas de los barrios cofrades portuenses. La algarabía de aromas de nuestra feria, con sabor a garrapiñadas, pinchitos morunos y rebujito.

El Puerto centenario con sus bodegas. Seremos huérfanos el día que, de camino a las siete esquinas, dejemos de oler a las soleras y criaderas de Osborne. Ese aroma que hace girar la mirada y apoyar la cabeza en la polvorienta reja, con la esperanzadora luz del ventanal de fondo. Entre esas paredes de piedra, sobre ese suelo de albero, guardamos los portuenses el elixir de los aromas, el de los vinos de nuestra tierra.

El Puerto añejo que todavía hoy nos deleita. Las “papas fritas” del parque, los churros de la Plaza o la bollería recién hecha de “la Mercé”, con sus “carmelas” como capitanas generales en la proa de los sentidos. El olor a “pescaíto frito” del Bar Gonzalo, del antiguo y del moderno, que ha vuelto para reivindicar el trono de la fritura gaditana. El inconfundible aroma de las antiguas abacerías y ultramarinos, aposentos de conservas con el papel de estraza como etiqueta de gala; el desaparecido almacén de Alfonso y Luis en Misericordia, con su cajón de sardinas como guardia real en el pórtico. Aguantan el testigo hoy La Diana y La Giralda en Palacios y Luna, con ese a olor a verdad, a productazo despojado de las banales florituras del momento.

El Puerto, la ciudad de los infinitos olores, tantos como portuenses somos. Ni siquiera el poderoso viento de levante es capaz de arrebatárnoslos. Larga vida a los olores eternos de El Puerto, a través de la memoria de sus hijos.

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