“El tiempo es una lluvia paciente y amarilla que apaga poco a poco los fuegos más violentos” escribía Julio Llamazares en una de sus novelas más conocidas. Y es que por fin la lluvia. Lluvia alivio, lluvia respiro, lluvia calma después de la terquedad de un verano largo, de meses de persistente ausencia, de calor impropio. Lluvia para creer en el otoño a las puertas del acechante invierno. Más esperada que unas vacaciones, deseada con más expectación que la cercana Navidad tan parecida ahora a los catálogos publicitarios. Demasiadas guirnaldas rojas, demasiado brillo, demasiadas luces.

Pero la lluvia sí. Para apagar otros fuegos y otros miedos. Para cambiar de tonos y de luz. Una paleta diferente a la sombra del sol directo y cegador. Detrás de los campos secos, el regocijo húmedo y ocre de estos días, su sonido constante y calmo. El agua que ilumina los edificios de ladrillo rojo; enciende los verdes de los tréboles, las ortigas todavía incipientes, las enredaderas adormecidas en el polvo del largo verano.

Con la lluvia, la ilusión de recolocar, el espejismo de que todo parezca estar en su sitio. Un respiro, una vuelta al ciclo, al ritmo de los giros. La lluvia que tranquiliza y adormece, que hace más acogedores los hogares, que se puebla de abrazos de manta, libro y chimenea.

Sosiego. Necesidad de retomar las estampas de otras veces, de sobrescribir y dibujar en ellas para poder cambiar el trazo y jugar a que huimos del tiempo. La lluvia como certeza y esperanza.

Puede que haya algo ancestral grabado a fuerza de generaciones en esta necesidad de lluvia. La cantinela oída desde siempre a quienes vivían mirando al cielo y se quejaban de que no llovía o lo hacía tarde o a destiempo. Sea como sea, siempre espero la lluvia y me entrego a su tregua con la confianza de quien llega a puerto seguro.

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