San Antonio

Recuerdo la infancia hoy, encerrado en mi casa con un solo juguete, el de la memoria de los días felices de mi infancia. Afuera no hay nada bueno

Vengo diciendo que mi calle era la calle más literaria y variada de San Fernando. De abajo arriba. Digo que empezaba en el alto muro del jardín de la Capitanía General y terminaba en la puerta de salida de las alumnas de las Carmelitas. Entremedio, de todo. Por ejemplo quien “inventó” la letra de cambio (don Manuel Olivencia, el gran maestro del Derecho Mercantil, se rio cuando se lo dije un día, no sabía -me dijo- que hubieras vivido en Babilonia). Algunos quizás lo recuerden: Almacenes Denya. Una gran tienda de ropa, lo mejor de aquellos años, como si fuera “de Madrid”. Pues bien, iba la gente, compraba, firmaba letras de cambio y se llevaba la compra. Vivía también un ditero y su mujer, de Málaga, que fueron los que compraron la primera televisión de la calle, los niños la veíamos en el verano desde la calle, todos puestos delante del cierro abierto, Los intocables de Elliot Ness, con el doblaje del español de Ámerica. Enfrente de Rosa, que así se llamaba la benefactora de nuestro ocio, estaba el horno de Ruiz, que ponía en la calle el olor maravilloso del pan caliente y hacía los famosos roscos de Semana Santa. Debajo de mi casa había una zapatería, de Beatriz, con un zapato de latón grandísimo en la fachada a modo de reclamo. Y en la esquina de enfrente, a dos calles -Requetés de España y Rosario- una mercería en la que los niños podíamos ver a muy hermosas mujeres con ropa interior, en fotos, no hace falta decirlo. La zapatería de Beatriz estaba frente a las Máquinas Singer, en donde mujeres iban a aprender a coser a máquina y comprarlas. Arriba de ese establecimiento, muy grande por cierto, vivía doña Ana Rivero, que había puesto años antes de cuando hablo un Colegio en la calle, un colegio de pago, atención. Doña Ana me enseñó a mí a leer, puede que no me creas pero leía con dos años, mi padre se sorprendió enormemente al descubrirlo, lástima que no esté aquí para certificar lo que digo. Subo la calle y está, en el Callejón de las Ánimas Antonio el zapatero, remendón. Que era un portero formidable, las paraba casi todas, el Oblak de la calle. Y poco más arriba una iglesia en ruinas, San Antonio, que había habilitado un comedor de pobres en unas dependencias anexas. Fue la obra de su vida de la señorita Antonia Márquez y del padre Gaona, párroco de la Iglesia Mayor. Los pobres hambrientos y harapientos, que los había en la Isla, lo juro, subían la calle Requetés para comer un plato caliente y llevarse un pan con algo en el bolsillo…Recuerdo la infancia hoy, encerrado en mi casa con un solo juguete, el de la memoria de los días felices de mi infancia. Afuera no hay nada bueno.

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