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Análisis

Carlos Aranda

Pedir perdón por nuestra historia

En los últimos años los medios de comunicación nacionales se vienen haciendo eco aquí y allá con creciente frecuencia de numerosos casos de cambios en el nomenclátor de calles y plazas así como de la retirada de estatuas y placas conmemorativas del pasado bajo el auspicio de la denominada Ley de Memoria Histórica.

Impulsado desde el poder y en ningún caso respondiendo a una inicial y verdadera demanda social, este proceso de "borrado" de una parte de nuestro pasado se extiende inexorablemente por la trama urbana de todas las ciudades españolas ante la impotente indignación de unos, la perpleja incredulidad de otros y la abúlica indiferencia de la mayoría de la población.

Su ejecución se presenta y justifica como la ineludible aplicación de una ley aprobada en 2007 durante el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero por un parlamento con mayoría de izquierda, la misma que fue posteriormente respetada por el gobierno de Mariano Rajoy y por otro parlamento mayoritariamente de derecha que, timorato y acomplejado, pretendía distanciarse de la impopular imagen de "derechona aznarista" que sus adversarios políticos le querían adjudicar.

Pero más allá del mero cumplimiento efectivo de esta ley, cuyos límites son de muy flexible interpretación, la llamada "Memoria Histórica" (expresión redundante porque la historia es en sí misma memoria) es el instrumento de un meditado proyecto político que, desde una inaceptable heterodoxia historiográfica, pretende enjuiciar a personajes concretos, mentalidades y movimientos sociales del pasado desde los criterios éticos de la actualidad.

Para andamiar este proyecto, nuestros gobernantes vienen contando con el aplauso entusiasta de una tropa de activistas iletrados que de este modo hacen méritos para conseguir alguna canonjía de nuevo cuño o encaramarse a una concejalía de sus respectivos municipios. También cuentan con la inestimable colaboración de algunos historiadores que, alejados del frío distanciamiento con que se ha de investigar y difundir la narración del pasado, han preferido arrimarse a la benéfica sombra del poder bajo la que indiscutiblemente se come y vive mejor.

Y así, como conclusión de tan hábiles y éticas pesquisas historiográficas, se concluye que los españoles hemos de avergonzarnos y pedir perdón al resto de la humanidad por la conquista de Valencia por Rodrigo Díaz de Vivar en 1094, por el descubrimiento de América y la expulsión de los judíos en 1492 bajo el reinado de Isabel I de Castilla o por la expulsión de los moriscos en 1609 ordenada por el I duque de Lerma durante el reinado de Felipe III. También hemos de disculparnos por el sometimiento a los insurrectos independentistas de la ciudad holandesa de Breda en 1625 a manos de las tropas de Ambrosio de Spínola siguiendo órdenes de Olivares durante el reinado de Felipe IV, por el asedio y posterior ocupación de Barcelona entre 1713 y 1714 por las tropas de Felipe V para someter a los últimos partidarios del candidato austriaco al trono, por la resistencia a retirarnos de Cuba en 1898 y por un largo etcétera que ineludiblemente desemboca en el general Franco, en cuyo caso y para mayor esperpento la mitad de los actuales españoles han de pedir perdón a la otra mitad por los tristes enfrentamientos ocurridos en tiempos de nuestros abuelos y bisabuelos.

Pero nadie entra como un elefante en una cacharrería sin motivos. Detrás de todo esto se oculta, aunque cada vez con menor disimulo, el intento de reescribir impúdicamente la historia de España como el secular enfrentamiento entre los "buenos sometidos", de los que la actual izquierda se proclama heredara y portavoz, y los "malos represores", cuya inferioridad moral pervive en la actual derecha nacional. Y, claro, de esa derecha, hija de todos los males y vergüenzas de nuestro pasado, solo nos puede salvar la izquierda mediante un cauterizante cambio de régimen que ponga definitivamente fin a la actual seudodemocracia aun contaminada de absolutismo fernandino, canovismo alfonsino y, por supuesto, de franquismo.

Este reenfoque manipulador, simplista y maniqueo de nuestra historia no es nuevo. Nuestros padres y abuelos también lo padecieron, lo que viene a demostrar que en un espectro político circular los extremos no solo se parecen sino que también se tocan. Con todo ello, quienes lo impulsan pretende como último objetivo perpetuarse en el poder mediante la deslegitimación de una oposición a la que se estigmatiza cubriéndola con la sombra de un pasado retocado hasta el histrionismo y del que en ningún caso es responsable. Simultáneamente, como refuerzo y para llegar a capas más extensas de la población, desde el mismo poder se emiten consignas intelectualmente pobres pero de efectiva sonoridad resumibles en "con nosotros o con los herederos del terrible pasado"

No son pocas las voces de profesionales de la Historia que denuncian lo que está ocurriendo y lo que ya a duras penas se oculta detrás de este baile del nomenclátor y del desmontaje de tantas placas y estatuas de nuestro espacio urbano, voces todas ellas mucho más doctas y autorizadas que la de quien firma este artículo. Pero a pesar de ello, este proceso de fabricación desde el poder de un nuevo relato histórico de moral sesgada avanza inexorablemente ante el pasivo consentimiento de la mayoría de la nación que, ocupada casi en exclusiva en acumular más canales de pago en el mando a distancia de su televisor, sufre inconscientemente un progresivo estrechamiento de los márgenes de la libertad para el discernimiento individual de la realidad. "Pan y plasma" se diría es esta nueva Roma en que vivimos.

Por todo ello, la tantas veces repetida y casi tópica pregunta "¿Para qué sirve la Historia? continúa teniendo por desgracia en la actualidad una respuesta tan abierta e imprecisa como preocupante "Eso depende de para quién. Es cuestión de intenciones".

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