Gastronomía José Carlos Capel: “Lo que nos une a los españoles es la tortilla de patatas y El Corte Inglés”

Odi et amo (la playa)

Me reconcilio, poco a poco, con las playas, con tranquilidad, sin pasarse, sin quemarme

Esos veranos de nuestra infancia que nunca volverán, los días sin vino ni rosas cargados de lecturas en la cama echado en la mañana recién nacida, los dibujos animándonos en la pequeña televisión de colores difusos, la verde comida verde de ensaladas con pepino, atún, aguacate y tomates frescos del puesto del Kiki, en la Plaza. Todos esos recuerdos del verano que como una triste patera acaban desembarcando siempre en una playa.

Era chica la que se montaba en casa cuando íbamos los Montiel de Arnáiz a la playa. Quedábamos con mis tíos Jose y Ana y mis primas y nos íbamos a quemarnos las pieles y hacer digestiones de tres horas, aburridos, a la solana, construyendo melifluos castillos arenosos que inundaban los pequeños tsunamis de la bajamar, los bocadillos de filete con arena de levante, lejanos juegos de cartas y palas, las temidas ahogadillas que me hacía mi tío Jose (hombretón grande que podía conmigo), y la arena, esa suma de partículas molestas que se me metían por todos los lugares del cuerpo hasta que las desahuciabas con duchas de agua caliente, o fría, todos en fila, los hermanos, duchas de dos en dos, mi padre refregándonos a uña cabal con champú los cabellos rubicundos que todos tuvimos, y el reparo que me ha dejado en el subconsciente, ese calor redivivo que me agobia tanto, la sensación de silenciosa agonía que los que me conocen saben. Pegotes de crema protectora factor quinientos para vampiros, las terribles quemaduras en mis tobillos, en la espalda, en el rostro. Esa es mi relación de amor-odio con las playas.

No siempre fue así, aunque creo que aún tengo mis días. Lo que siempre me ha gustado mucho es adentrarme en la mar y arrojarme contra las olas, lanzarles patadas de kárate, hundirme en el centro de su vientre y dejar que el agua salina me limpie las fosas nasales. No concibo ir a la playa sin bañarme, no existe nada más aburrido que no hacerlo. Esa gente que va a la costa a arrojarse en la arena y tostarse como lagartos al sol carece de cualquier tipo de complicidad conmigo, que soy un chorizo en la brasa cuando paso demasiado tiempo bajo la sombrilla. Por eso quizás he adorado siempre zambullirme y dar brazadas, arrojarme entre las sábanas de Neptuno y mirar a la inmensidad. Me he bañado en todo tipo de playas, en realidad. Demasiadas, incluso, para no ser un homo-playensis. Las gallegas, con sus tábanos y esas mareas cántabras que voltearon a mi tío Manolo Arnáiz 180º, las almerienses, con sus peligrosos escalones de mar,la costa oscura de Algeciras, las aguas transparentes de Formentera, con sus pececillos mordisqueándote los pies, las arenas negras de Niza, al pie de las casas-palacio, las gélidas de Onyarbi. Y las gaditanas, claro, con sus tortillas de patata y sus sandías, sus dunas y sus barbacoas nocturnas. En algunas de ellas, fui feliz. En otras, un completo desdichado.

Últimamente voy a Camposoto a las horas en que el sol declina. Encuentro aparcamiento y no me veo rodeado de bañistas. Observo el comportamiento de las gaviotas, tan esbeltas como las pintó Hugo Pratt, atentas a cualquier movimiento, ajenas al calor y a otros depredadores. Vuelve a mí una infancia distinta, la que dibujo en mis hijos. Y me reconcilio, poco a poco, con las playas. Con tranquilidad, sin pasarse. Sin quemarme. Grande, gordo y blanco como la lejía. Pero feliz. Como fui una vez, en aquella época en que éramos seis y mi tío Jose me hacía ahogadillas a traición, iguales a las que hoy hago yo a mi hijo.

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