A veces tengo eurovisiones. Sí, doctora, eurovisiones muy vívidas. Ayer, por ejemplo. Se me aparecen los alcaldables, subidos en un escenario virtual en la Plaza de Toros. Muestran un presunto talento sobre las tablas de un karaoke mastodóntico. Ni por asomo conozco las canciones que interpretan, pero diría que están recitando programas electorales en sus idiomas respectivos. El público, callado, ensimismado y cabizbajo, atiende concentrado a sus móviles. Están siguiendo la retransmisión en directo del concierto y leyendo los comentarios simultáneos que se suceden en las redes. Ni aplauden, doctora. Es que ni graban videos. Es aterrador. El ex alcalde, con sombrero cordobés, es el presentador del espectáculo y se dirige al respetable en exquisito holandés sureño gracias a un traductor online bastante conseguido. Nadie le hace caso, salvo sus asesores, que están agazapados en el foso contabilizando cada destello de los #dientesblancos de su jefe. Las asociaciones de vecinos puntúan cada actuación en base a las encuestas, aunque hay quien se deja comprar fácilmente en Amazon para emitir un voto sobrevalorado. Las coquineras mayores, sus familiares y sus patrocinadores, ajenas al evento, van publicando selfies a velocidad de vértigo con unas opiniones ciertamente vanguardistas. A la hora del escrutinio, ningún periodista observa la pantalla gigante, sino que leen los resultados a tiempo real en una aplicación desarrollada por una empresa municipal muy hábil en estos temas. Cuando se proclama el vencedor, ya no queda nadie que mire al frente. Mentones al pecho, collejas al descubierto, todo el mundo se conecta en Youtube unos vídeos gratuitos de fuegos artificiales. Y fin de la fiesta.
Se preguntará que a qué vienen estas eurovisiones que tengo. Pues no sé. Para eso he venido, doctora; a ver si me ayuda. Puede que sea la cercanía de la Feria lo que me las provoca. O será mi alimentación. ¿Usted qué cree?... ¿Doctora? ¿Podría dejar de mirar el móvil mientras le hablo?
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