Temprano debía ser, pues al aparcar llegó hasta las ventanillas bajadas del seiscientos aquel sabor a sucia y acogedora humedad a la que sabían las traseras la muralla que ocultaban la orilla.

Bajé del coche y comencé a odiar el día, me habían obligado a ponerme aquellas horribles sandalias color carne, de las cuales me desprendí en cuanto pisé las frías y húmedas tablas de nuestro palacio en Puntilla Beach. El sol ya comenzaba su especial saludo, y la playa sabía al desierto infinito que protegía la orilla, lejana, fría, tenebrosa como la banda sonora de tiburón, pues llegando temprano solo las olas, lejanas, rompían el sabroso silencio de la paz.

Los juegos dieron paso al baño, interminable, nunca suficiente, interrumpido por el grito a lo Guanche, y solo reconocible por quienes lo intuían y esperaban, y que en las tierras de nadie sonaba llamando al rancho. La duda era siempre la misma, comer temprano suponía digestión a buena hora, pero comer a la hora en que el estomago anunciaba la protesta era sinónimo de baño tardío, lejos de aquellos impresentables cuyos padres no cumplían la regla de oro de las dos horas y media.

Aquel día el infierno dorado se hizo más corto, lo cual suponía que la tarde prometía marea baja, verdín sobre las rocas y captura de moros y mariquitas, inocentes palabras hoy día motivo de escándalo, falta de empatía e incluso pena de cárcel… pero en aquellos tiempos los moros eran o los de Guerrero del Antifaz o los cangrejos negruzcos y peludos que se escondían entre las rocas; y los mariquitas eran los cangrejos más rubios y finos, para mi, los mas bonitos y veloces.

La única pega de aquella cacería al estilo Sandokán era la obligación, sin discusión de tener que ponerme de nuevo las horribles cangrejeras, pero cuyo significado comprendí y acepté el día que, cabalgando sobre el verdín de las ostioneras, terminé comiendo burgaíllos y con la rodilla como un código de barras bermellón.

Hoy día, gracias a la libertad, decir que vamos a coger mariquitas o moros es una ofensa que puede terminar en la Fiscalía de menores o con un tatuaje de la mano paterna después de la sanción del Seprona, y como es natural con el consiguiente disgusto de la familia por la vergüenza de la denuncia del Defensor del menor por tan bello tatuaje. Han pasado los años, mis Palacios de Puntilla Beach ya no están, el desierto quedó desierto y el verdín, mi acogedor jardín salado, es ahora una reserva antinatural inexpugnable de la que solo pueden disfrutar quienes jamás se pusieron unas cangrejeras.

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