Si no viviéramos en un mundo tan desnaturalizado, pagaríamos por el valor de los productos y por el riesgo del trabajo que conllevan. Pero hace tiempo que cambiamos el estilo de vida y nos echamos en brazos de un modelo de comercio importado de otros países que ya influye demasiado en nuestra forma de vida. Ahora los agricultores no pueden más. En un mercado dependiente del poder de las grandes superficies, que ajustan precios y manipulan con ofertas-gancho de productos que venden por debajo del coste o, en la dirección contraria, hasta un 600% por encima de lo que se pagó en origen, el campo no puede más.

Pero en España hace buen tiempo y quedan todavía tiendas de barrio. No necesitamos ir en coche a un centro comercial donde comprar más de lo necesario para llenar la nevera sin cuestionarnos de dónde procede ni en qué condiciones se obtuvo. Cada cierto tiempo, los agricultores alzan su voz denunciando las condiciones abusivas impuestas por quienes dominan el mercado. Los precios estipulados son dañinos e insostenibles, apenas cubren gastos. Además de una negociación, se podría fomentar la venta más directa que permite precios más justos y el consumo de frutas y verduras frescas en lugar de las maduradas en cámaras de refrigeración.

Pero no nos movemos hacia un mundo más justo o más lógico. Se mira hacia otro lado cuando se cuelan las cifras de comida desperdiciada en casas y supermercados (los excedentes de producto fresco rondan el 59%, que acaba en la basura) o vuelven a aparecer las protestas de quienes prefieren no recoger la cosecha o regalarla, ya que es ínfimo el beneficio que obtienen de ella. Como consecuencia, el mundo rural sufre, los pueblos quedan abandonados y los urbanitas se acostumbran a consumir comida precocinada y plastificada.

Todo es una cadena y cada uno somos un eslabón. No movilizarse por considerar que la postura individual no influye es cobarde, una inconsciencia que nos convierte en culpables. Al final, comemos basura, desperdiciamos comida, arruinamos a nuestros productores y desnaturalizamos nuestro modo de vida. Y lo peor es que lo sabemos. Lo sabemos y lo consentimos. Nos aborregamos.

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