Si aumenta el gasto público y se prohíbe el déficit excesivo, la única opción es subir impuestos. Sobre todo si estamos tan endeudados como para sentir la amenaza del final del programa de compra de deuda pública y corporativa por parte del BCE (que le pregunten a Ferrovial). También cabría la posibilidad de compensar, al menos en parte, con reducciones en el gasto superfluo, no solo del Gobierno, sino también del resto de las administraciones públicas y sus organismos anexos, pero implicaría renunciar al importante margen de discrecionalidad política que proporciona.

La realidad es que el gatillo fiscal se dirigió inicialmente a la banca, por codiciosos, y a las tecnológicas, por defraudadoras. Después al diésel por contaminadores, al ahorro por especuladores y a las sociedades por ventajistas. También se subió el IRPF a los ricos... por ser ricos, aunque luego se han bajado algunos IVA y concedido ayudas y subvenciones por motivos de inflación, que no dejan de ser minucias si se compara con el aumento de los precios. Finalmente hemos llegado al asalariado. ¿Por qué?, pues porque son los que siempre pagan y menos protestan. Hay que sostener el sistema de pensiones y todo el país ha de ponerse las pilas, incluyendo aquellos que llegan a final de mes con las baterías agotadas.

La OCDE publicará en breve su estudio sobre cuñas fiscales (parte del coste laboral en forma de impuestos y cotizaciones sociales) en 2022, pero el de 2021 no indicó que en el caso de un trabajador casado y con dos hijos es del 33,8% y del 39,3% en el de un soltero. En el conjunto de la OCDE eran 24,6% y 33,8%, respectivamente. Hay en Europa otras cuñas todavía mayores, pero el caso español es de los más singulares. Primero porque aumentó tres décimas en 2021, mientras que permanecía inalterado en el resto de la OCDE, y porque en lo que va de siglo creció 7 décimas en España, frente a una caída de 1,6 puntos en el conjunto. También porque somos uno de los países donde más pesan las cotizaciones sociales (37,4%) en la recaudación y porque en su reparto somos de los que más cargamos sobre las empresas y menos sobre los trabajadores.

Confía el Gobierno en resolver así el problema de las pensiones, pero sin resultar muy convincente por, entre otras cosas, ignorar posibles efectos secundarios de tanto vértigo recaudatorio. Según el Instituto de Estudios Económicos (IEE), la presión fiscal normativa (la que existiría si todo el mundo pagase sus impuestos) creció 3,6 puntos en 2022 (8,3 puntos desde 2019) hasta situarse en el 116,4% del promedio de la UE. Aquí los impuestos suben como en ningún otro sitio, especialmente los que gravan a las empresas (en España aportan el 32,5% de la recaudación, frente al 23,9% de la zona euro), y mucho más que el crecimiento real de la economía. La consecuencia es el deterioro de la competitividad fiscal. Según Tax Foundation, hemos perdido dos posiciones desde 2021, hasta situarnos en el lugar 34 de 38 países, lo que lleva al IEE a proponer intensificar la lucha contra el fraude, antes que nuevas subidas, y la mejor de todas las opciones: ampliar las bases imponibles mediante un crecimiento fuerte y sostenido del PIB.

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