Antonio Javier González Rueda | Investigador de la Universidad de Cádiz

“Hasta el más urbanita de nuestros amigos tiene un pueblo en su memoria”

  • Madara Editoras publica ‘El Pueblo y yo’, un ensayo antropológico que nace del recuperado documental rodado en 1981 en Villaluenga del Rosario por dos realizadores australianos

Antonio Javier González Rueda, sentado en el escalón de una casa de Villaluenga del Rosario.

Antonio Javier González Rueda, sentado en el escalón de una casa de Villaluenga del Rosario.

–¿Cuál es la génesis de ‘El pueblo’, el documental ahora rescatado como una joya histórica en el libro ‘El Pueblo y yo’?

–La génesis tenemos que buscarla antípoda de la provincia de Cádiz, Nueva Zelanda. A finales de la década de los 70, dos realizadores de una productora australiana convencieron a los responsables del Ministerio de Educación neozelandés para que apoyara las clases de los chicos de 8 a 12 años con una película documental que les mostrara la realidad de un lugar muy alejado y diferente. Eligieron la España que salía de la dictadura franquista y buscaron un pequeño pueblo aislado en el que, durante dos meses de 1981, integrarse y mostrar cómo era su vida y sus gentes. El documental estaba orientado a convertirse en complemento audiovisual de una unidad didáctica. En 1983 lo estrenaron en Sidney (Australia) con el título original de El Pueblo y, además de su uso escolar, pudo ser visto en los principales segundos canales europeos y norteamericanos de los años 80. Este ejercicio de antropología visual que es el documental se perdió en el tiempo y nunca se vio en España hasta que, en julio de 2019, pudimos estrenarlo en el mismo pueblo en el que se rodó: Villaluenga del Rosario. Además, la investigación consiguió reunir a uno de los dos directores, James Wilson, con parte de los actores involuntarios de aquella película. Este es el punto de partida del libro El Pueblo y yo (Madara Editoras).

–¿Qué ha pretendido hacer con el libro, cuál es el mensaje que quiere dejar en el lector?

–De forma consciente o directa, compartir con el lector, sin barreras académicas, la odisea del rodaje del documental, la situación de nuestros pueblos al inicio de la transición democrática y, por último, contrastar esa foto fija de entonces con nuestra actual España rural. Pero cuando uno escribe este ensayo con aliento de novela, los mensajes realmente los construye el lector a partir de sus experiencias y recreaciones. Y en este sentido, este libro tiene, por lo que me van comentando los lectores, un sinfín de mensajes. De todos ellos, el que más me satisface es la idea de que sin contexto la memoria es un artefacto tramposo y al pairo de los que la manejan en cada momento histórico.

Inconscientemente, creo que he intentado rellenar algunos huecos de este contexto pasado y actual de nuestra España rural.

–Se deduce de la lectura del libro que usted ha disfrutado con esta obra, con esta investigación. No sé si es como un regalo que ha caído en sus manos.

–Pues sí, no puedo negar que he disfrutado de esta investigación como pocas veces en mi trayectoria investigadora. Ayudar a recuperar un documental que estaba a punto de perderse, conocer a los protagonistas de la película, entristecerme con el fallecimiento de alguno de aquellos actores sin nombre, estrenar la película en el mismo pueblo que se rodó, volver a la misma escuela que aparece en la cinta, traer a uno de los dos directores a Villaluenga… los motivos de disfrute han sido tantos que, a pesar de las horas que le he tenido que dedicar, este proceso, sí, ha sido para mí un regalo inesperado y gratificante. Desde que me topé con la referencia en un libro norteamericano que decía “El Pueblo (1983), una visita fascinante y sin narrador a un pequeño pueblo español, rodada en Villaluenga del Rosario”, he hecho mío el lema de que la mejor causa es la casual y me he dejado llevar por los vericuetos y misterios de la misma. El libro intenta transmitir esta emoción. Tengo una amiga que me dijo un día que lo mío con este proyecto tenía bastante de enamoramiento. Me sonreí cuando me lo comentó y, ahora, por lo que van diciendo los lectores que lo están leyendo, tengo la sensación de que una parte de razón no le faltaba: me apasiona el documental, me encanta la historia que la rodeó y me seducen los pueblos y la gente de nuestra Sierra, con una especial mención para Villaluenga, el plató-escenario de esta historia.

–Hasta qué punto es extrapolable este acercamiento a Villaluenga del Rosario a la situación de otros pueblos andaluces, no digamos ya castellanos.

–Realmente, en el acercamiento que hace El Pueblo y yo el lugar es anónimo porque tanto en el documental como en el libro, Villaluenga del Rosario no aparece hasta el final de ambos. Para los neozelandeses a los que el documental estaba destinado, el lugar concreto no tenía importancia: lo decisivo era conocer cómo vivían, cómo se divertían, cómo trabajaban los habitantes de su antípoda. Por ello, es extrapolable a cualquier pueblo español que tuviera en los principios de los 80 entre 500 y 1.000 habitantes. Y lo es, también, porque los realizadores australianos recorrieron antes de seleccionar Villaluenga más de veinte pueblos de Segovia, Salamanca, Cáceres, Cádiz, Granada y Almería. Creo que, tanto en el documental como en el libro, el lugar es sustancial, pero importa más la mirada.

–En una crítica de Daniel Heredia se concluye que todos venimos del Pueblo, con mayúsculas: al final, de una forma u otra estamos indagando en las raíces de nuestra sociedad.

–Sí, porque al final El Pueblo es sinónimo de infancia perdida, de autenticidad diluida, de tiempos felices. Hay un eslogan acuñado desde la España olvidada que dice: “Sin pueblos no hay ciudades”. Y, es verdad, hasta el más urbanita de nuestros amigos tiene un pueblo en su memoria: en el fondo todos tenemos la necesidad de un contacto más cercano con la naturaleza, la obligación de recuperar una forma de vida más pausada y genuina. Temporalmente, ese enfoque se concreta en un lugar específico de nuestra memoria: el pueblo de nuestras vacaciones, el pueblo de nuestros padres, el pueblo de nuestros fines de semana, .... Pero, no nos dejemos llevar por este locus amoenus, la vida en nuestros pueblos sigue siendo difícil, hermosa pero difícil.

–Antes, la gente de los pueblos se trasladaba a las ciudades a buscar trabajo y a establecerse. Ahora, a veces, el viaje es al contrario, aunque sea en una segunda residencia: ¿hay un deseo de volver a nuestro origen?

–Imagino que te refieres a algunos artículos de prensa que, con la pandemia, recogen esa idea de “burgueses con pasta” que teletrabajan desde los pueblos. Me da la sensación de que se trata de un fenómeno menor de lo que parece y con un recorrido corto en el tiempo. Las ciudades postpandemia seguirán ejerciendo una fuerza centrípeta sobre los pueblos casi imposible de resistir. Me parece que el deseo de volver a los orígenes está más en el ámbito de los deseos que en el de la realidad.

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