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relatos DE VERANO ángeles hidalgo

28 de agosto 2011 - 01:00

L

A jefa entró en nuestro despacho. Levantamos la cabeza. Venía con alguien, un nuevo compañero. Nos presentó, se presentó y siguieron su camino.

Cuando nos volvieron a dejar solas, nos miramos con expresión de clara aprobación hacia "el nuevo". Estaba, como se suele decir, para mojar pan.Volvíamos a tener un aliciente para madrugar todos los días y venir a la oficina. Para arreglarnos con más esmero y buscar pretextos para andar por los pasillos.

Hacía tiempo que no se incorporaba nadie nuevo y ya nos teníamos todos muy vistos. Ni siquiera en la comida de navidad había ya nada qué hacer.

Lo primero, era buscar ocasiones de encuentro. La cafetería en la que solíamos desayunar era, en principio, el lugar idóneo, pero, claro, había que averiguar en qué tramo horario bajaba él. Sólo nos costó un par de días averiguarlo. Ahora sólo había que hacerse el encontradizo.

Mi compañera de despacho se desinfló pronto. Lo veía demasiado cachas y con expresión demasiado simplona. A mí, sin embargo, me parecía una presa fácil que no iba a tardar mucho en caer en mis redes.

Tuve la suerte de que coincidí con él un par de veces en la cafetería, sin que hubiera más compañeros de la oficina alrededor. Pude constatar que no había mucho detrás de sus impresionantes bíceps y sus ricitos dorados. Su charla era banal pero soportable, aunque parecía que le tiraba la vida en la naturaleza, el deporte y todo eso que, a mí, la verdad, me resultaba un verdadero aburrimiento.

Un día, coincidimos a la salida del trabajo. Llevábamos el mismo camino así que fuimos juntos un buen rato. Al pasar por una tienda de bicicletas se paró en el escaparate. "¡Oye!", me dijo con entusiasmo casi infantil "¿por qué no te vienes este fin de semana conmigo hacer una ruta en bici por el campo?".

Me oí decir que sí, que me encantaría pero que no tenía bici en este momento, que qué problema. Le oí decir que él tenía varias mountain-bikes, que no me preocupara, que le recogiera en su casa en tal y tal dirección y a tal hora.

La suerte estaba echada. Hacía años que no montaba en bici, odiaba el campo y no estaba nada en forma. Pero era la ocasión que esperaba. Habría que sacrificarse un poco. Al día siguiente, me presentaba en las señas que me había dado, ataviada como una experta deportista. Ni que decir tiene que estaba de lo más sexy con mis maillots ajustados y una camiseta que resaltaba el canalillo.

Aunque no acostumbraba, había decidido llevar mis gafas de sol graduadas. Tenía miedo de que por esos campos algún asqueroso bichito o alguna molesta planta se me introdujeran en el ojo y me viera obligada a quitarme las lentillas en tan inhóspito ambiente. Además, me quedaban divinamente y así mataba dos pájaros de un tiro.

Él me esperaba a la puerta de la casa con las bicis preparadas y una mochila con bocadillos y bebidas. En ese momento tuve un mal presentimiento. ¡Lo infantil de su mirada no presagiaba el final que yo había imaginado para esa tarde!

¡Las siguientes horas fueron las más terribles de mi vida! La bicicleta que me había reservado era demasiado alta para mí y, además, tenía esa barra que une el manillar al sillín. Me puse lívida al pensar que tendría que subir, y, ¡lo que aun era peor!, bajar, de esa altura. Me forcé a dibujar una sonrisa al tiempo que le animaba a iniciar la ruta que había planeado.

Conseguí ponerme en marcha sin grandes problemas, aunque me sentía demasiado lejos del suelo. La barra se dibujaba amenazante entre mis piernas. ¡No tenía ni idea de cómo iba a hacer para bajar con ese hierro ahí en medio! El primer obstáculo a salvar se adivinaba un poco más adelante: teníamos que bajar la colina sobre la que se ubicaba su urbanización, en medio del tráfico y con un semáforo justo en la parte más baja.

¡No iba a poder conseguirlo! ¡Si me veía obligada a parar en el semáforo iba a ser mi fin seguro! ¡Ya me veía siendo arrollada por el coche que venía justo detrás de mí! Esta vez hubo suerte, justo cambiaba a ámbar cuando yo me acercaba. ¡Por los pelos me había salvado de una muerte segura!

Se apartó de la carretera metiéndose por un carril. Suspiré aliviada. Al menos no tenía que preocuparme del tráfico por el momento. Seguía, sin embargo, inquieta por el momento ineludible en que tendría que descender de ese sillín, con esa barra que se me antojaba una valla en una carrera de obstáculos.

El camino no estaba asfaltado pero era fácil de recorrer gracias al grosor de las ruedas. Llegamos a la ribera del río y, volviéndose hacia mí, me preguntó si picábamos algo un poco más adelante, donde había una zona habilitada para picnics.

¡El momento de la verdad había llegado! ¡Había que bajar! La barra se me antojó más gruesa, y su color negro parecía reflejar mi destino inmediato. Tenía que ser capaz no sólo de bajar sin caerme sino, además, hacerlo con la naturalidad del que sale todos los días a dar un paseo en bicicleta. No podía quedar como una patosa. Me concentré en los movimientos que tendría que hacer tan sólo unos metros más adelante: inclinando ligeramente el cuerpo hacia el manillar asido con las manos, hacer caer el peso del cuerpo sobre un pedal y levantar hacía atrás la otra pierna haciéndola pasar por encima del sillín. ¡Me parecía imposible!

Las mesas de picnic se veían ya. No sé por qué se me vino San Judas Tadeo a la mente. Lo vi bajar haciendo exactamente los movimientos que yo había dibujado en mi mente. Afortunadamente, no me miraba cuando llegó mi turno. No sé cómo lo hice, pero allí estaba, con los dos pies pisando tierra firme y las piernas temblándome ligeramente. La barra seguía allí, más alta y negra que nunca, pero, al menos en esta ocasión, había ganado yo la batalla.

El bocadillo casi se me indigesta cuando me expuso la ruta que había planificado. Iba a ser más larga de lo que yo había imaginado.

La tarde transcurrió por senderos poco transitados y puentecillos que cruzaban riachuelos. Me sentía más segura pero prefería no tener que volver a bajar del sillín. Ya me imaginaba las agujetas que tendría al día siguiente, ¡y no precisamente por haber practicado la actividad que yo tenía en mente cuando había salido de mi casa esa mañana!

"Bueno", me gritó desde la cabeza del pelotón, "ya va siendo hora de que vayamos volviendo". ¡Por fin aparecía una luz al final del túnel! "Vamos por la carretera secundaria, es más rápido" volvió a gritar.

Me sentí como Jesús en su camino al Gólgota. Los coches nos adelantaban muy pegados a nosotros, pues no había arcén. Pero lo peor estaba por llegar: el sol comenzó a despedirse de nosotros. Algunos coches tenían ya sus luces encendidas. Y yo, con mis maravillosas gafas de sol graduadas: tan oscuras como las copas de los árboles a nuestro alrededor. ¡Ahora sí que estaba perdida!

El campo se adivinaba al lado de la carretera. Era todo lo que podía decir. Si hubiera habido un precipicio me hubiera dado lo mismo: para mí todo tenía el mismo aspecto: oscuro, indefinido. Mi única obsesión era no perderle de vista a él. Me afané por pedalear lo más pegada a su bicicleta. Los coches no paraban de adelantarnos y yo me preguntaba cuál sería el que finalmente terminaría con la pesadilla en la que se había convertido una tarde de seducción.

No sé si fue San Judas Tadeo, pero allí estaba, ¡por fin!, la urbanización. ¡Y muy bien iluminada, por cierto! Pedaleamos hacia el garaje de su casa. Había que bajar una rampa muy corta y empinada.

Caí estrepitosamente. Me daba igual. Mis gafas permanecieron, afortunadamente, bien colocadas sobre mis orejas. Pero mi dignidad se encontraba por los suelos.

El taxi me dejó en casa cerca de medianoche. Tras la caída me había curado las dos heridas en las rodillas y en las manos al tiempo que me preguntaba, desde su ingenua perspectiva, si me lo había pasado bien.

cae la noche

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