Arte

Galería gaditana VII: Goya en Sanlúcar

  • La estancia del pintor aragonés en la ciudad estuvo muy vinculada a la duquesa de Alba, a la que retrató

Hace ahora aproximadamente un año, y desde estas mismas páginas, al referirnos al retrato de Sebastián Martínez pintado por Goya, señalábamos cómo la relación del artista con Cádiz podía escribirse en tres capítulos. El primero, ya va dicho, trata de todo lo relacionado con el ilustrado comerciante: su retrato y las otras pinturas realizadas para su casa, así como la recuperación del maestro de la grave enfermedad que aquí le sobrevino. El segundo aspecto trata de la relación del pintor con el clérigo marqués de Valde-Iñigo y los lunetos de la Santa Cueva, quedando en tercer lugar su estancia en Sanlúcar, pudiendo, para situar al lector, establecer la siguiente cronología: entre 1792-93 discurren los dos primeros capítulos, y entre 1796-97 el tercero.

En efecto, en la primavera de 1796 vuelve Goya a Andalucía. Primero a Sevilla, donde se reúne de nuevo con su amigo el erudito escritor Ceán Bermúdez, pasando luego, ya en junio o julio, e invitado por ella, a las posesiones que en Sanlúcar tenía la duquesa de Alba, María del Pilar Teresa Cayetana Silva Álvarez de Toledo (1762-1802), recientemente enviudada. Las relaciones de Goya con la casa de Alba se habían iniciado poco antes en Madrid, cuando realiza los retratos de los duques: el de ella con vestido blanco y adornos carmesíes y el de él, también de pie, sosteniendo en las manos una partitura de Haydn, fechados en 1795.

Que Goya ya entonces gozaba de cierta asiduidad con ellos parece mostrarlo otras dos pinturas que ilustran pequeñas anécdotas familiares: las escenas con "la Beata". Rafaela Luisa Velázquez era una anciana ama de llaves, llamada así por su cándida y obstinada religiosidad, que aparece en las pinturas sorprendida por las carantoñas que le hace la duquesa o sufriendo las travesuras de unos niños: Luis Berganza y la negrita María de la Luz, a la que la duquesa había poco menos que adoptado.

Pero estamos ya en Sanlúcar y en el verano de 1796. Goya, recién recuperado, aunque sordo, de la enfermedad sufrida años antes en Cádiz, cuenta con 50 años. Su anfitriona, bella, seductora y poderosa y, ya hemos apuntado antes, recién enviudada, 38. En principio Goya se dedica a dibujar.

Va realizando así las láminas del llamado Álbum de Sanlúcar. Son escenas íntimas o costumbristas pintadas con aguada de tinta china negra, consiguiendo una cálida gama de grises alternadas con amplias zonas de claroscuro, de las que hoy se conservan 16 hojas, repartidas entre la Biblioteca Nacional y el Museo de El Prado, en Madrid; la colección Clementi, en Roma, y otras colecciones privadas en París. Un número notable de ellas las dedica Goya a plasmar diversos momentos o anécdotas o actitudes de la duquesa: sosteniendo en su regazo a la niña María de la Luz; mesándose los cabellos en actitud teatral; peinándose; de mantilla, o vuelta de espaldas al espectador, hacia el que gira la cabeza con pícara expresión, mientras levanta su vestido, dejando al descubierto piernas y nalgas. En La siesta, por su parte, el artista-espectador ve sin ser visto. En una cama descansa una mujer, cuya negra cabellera la identifica con la duquesa. El calor ha hecho que se levante el vestido hasta las rodillas, mientras es atendida por una sirvienta, que de espaldas se agacha realizando una acción poco identificable.

El tema de la mujer, más o menos desvestida que duerme mientras el artista-espectador la ve, tuvo bastante atractivo para Goya en aquella época, y al respecto hay que recordar que dos de las sobrepuertas que años antes realizara para la casa gaditana de Sebastián Martínez tienen el mismo asunto, en el que con distinta intensidad se mezcla erotismo y una cierta pulsión onírica y pre-romántica.

Pero aparte de estos dibujos, la estancia en Sanlúcar le da pie a Goya para realizar una pintura insigne. Se trata del retrato de la duquesa. Fechado en 1797, fue pintado en la propia Sanlúcar o recién regresado el artista a Madrid, en marzo de ese año. Sitúa a la modelo en el centro de la composición ante un paisaje que, evocando una espléndida gama de grises de memoria velazqueña, evoca también los paisajes del Coto de Doñana, que seguramente había visitado: frondas de pinos y arenas por la que discurre un camino o riachuelo. La mujer ataviada de mantilla y vestido negros, bajo los que brillan el oro y el rojo del fajín y corpiño, gira grácilmente su cuerpo, manteniendo una mirada frontal no exenta de hieratismo. Uno de sus brazos señala el suelo. En su mano dos anillos. En uno se lee "Alba" y en el otro, "Goya". Escrita en la arena la firma: "Solo Goya". No se puede decir más con menos.

El cuadro, que más que pasión expresa rendida admiración hacia un objeto inalcanzable, nunca, al parecer, perteneció a la retratada, figurando en el inventario de las pinturas que poseía su autor en 1812. Luego estuvo en la Galería Española del Rey Luis Felipe, en el Louvre. Hoy se encuentra en la Hispanic Society de Nueva York.

Al que le guste establecer singulares relaciones entre obras de arte, un poco al albur de la imaginación, fíjese en la distante mirada de la duquesa de una seriedad casi religiosa, bajo el espeso arco de sus cejas. ¿No recuerdan esas pupilas y esas curvas los que aquellos idolillos cilíndricos de la prehistoria del Bajo Guadalquivir? La inconstante arena en la que firmó el pintor, todo lo cubre y vuelve a descubrir.

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