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La prisión de Botafuegos echa chispas

Seguridad

Los sindicatos de funcionarios alertan del aumento de las amenazas y critican que Interior no les conceda matrículas reservadas para sus vehículos, blanco de las iras de algunos clanes

La cárcel algecireña es la segunda del país donde más móviles se intervienen

Concentración en Botafuegos para condenar las amenazas y coacciones a los funcionarios

Imagen de la prisión de Botafuegos, en Algeciras.

El Plan Especial de Seguridad del Campo de Gibraltar, tan exitoso que el Gobierno ha decidido extenderlo ya a seis provincias andaluzas, cuenta con un talón de Aquiles. El aumento policial, que se ha traducido en más operaciones, más detenciones y más incautaciones de droga, no ha venido acompañado de una ampliación de las instituciones penitenciarias. La consecuencia es fácil de imaginar: cárceles más pobladas, más peligrosas para los propios reclusos y para los funcionarios. La situación es especialmente caliente en Botafuegos, la prisión algecireña que alberga a la gran mayoría de los detenidos en intervenciones contra el narcotráfico a ambos lados del Estrecho de Gibraltar.

Desde el sindicato CSIF se advierte que el Gobierno “no ha pensado que esa mayor presión policial se iba a traducir en más detenciones, y que los narcos ocupan espacio. Además, no son delincuentes corrientes”, advierten.

La extraordinaria labor de grupos como el OCON de la Guardia Civil, en plena reestructuración (por no llamarlo directamente disolución), ha provocado la caída de clanes enteros, cuyos miembros van a la cárcel entre tres y cinco años. La prisión de Botafuegos se construyó para albergar en su momento de máximo rendimiento a 1.008 reclusos. Actualmente tiene a 1.300. En su época de aforo crítico llegó a tener 1.800, un 40% más, lo que supone el doble de problemas. Quizá por ello, a la larga lista de agresiones, verbales y físicas que sufren sus funcionarios, se han sumado en los últimos tiempos amenazas directas y el incendio de dos coches, el de una funcionaria y el de su pareja. Una trabajadora social también ha sufrido actos parecidos por denegar un permiso penitenciario. Otro funcionario conoció de primera mano cómo se las gastan los narcos después de que le requisara a uno de ellos un móvil en un registro rutinario en su celda.

Tras estos incidentes, la dirección del centro decidió desmantelar el módulo 11 por completo y repartir a los reclusos por el resto de la cárcel. “Es muy peligroso tenerlos a todos juntos. Desde los sindicatos lo que hemos pedido es que se disgreguen por otras prisiones de Andalucía, que se manden a El Puerto, Morón o Huelva. No puede primar el arraigo del interno a la seguridad del centro”.

Según han asegurado a este medio fuentes sindicalistas, una de las reclamaciones más recurrentes de los funcionarios de la prisión algecireña es que sus vehículos dispongan de matrículas reservadas, como las que tienen miembros del Ministerio del Interior. Esto permite no tener que dar datos de su matrícula ni que esta sea accesible para los contactos de los clanes del narcotráfico. “Estas peticiones son ninguneadas por el Ministerio. Se hizo una petición de manera conjunta, pero volvieron a denegarla. Y ahí están los compañeros luchando por algo esencial para su seguridad”. La cuestión de fondo de estas negativas es que “concederlas sería una manera de reconocer que hay un peligro velado allí”, dicen desde CSIF.

Los funcionarios lamentan que lo único que les sugieren desde Instituciones Penitenciarias es “que no reconozcan el propio vehículo o que adoptemos medidas de autoproducción como en los tiempos de ETA”.

Uno de los problemas para que Botafuegos sea, junto con Soto del Real, una prisión sobre ocupada, es que hay multitud de internos magrebíes y de españoles ceutíes que son enviados a este lado del Estrecho tras ser detenidos. Ceuta cuenta con su propia cárcel pero funciona únicamente al 50%, algo similar a lo que ocurre con la malagueña de Archidona. “Lo que pedimos es que ambas funcionen a pleno rendimiento para aliviar a Botafuegos”, reclaman.

Armas en prisión

En los últimos tiempos han aumentado las agresiones entre internos y también contra funcionarios. En prisión es difícil meter una navaja, pero proliferan los pinchos carcelarios de fabricación casera, el clásico cepillo de dientes afilado o el tornillo capaz de buscarte una ruina. En la trena, si vas armado, en argot carcelario empalmado, se impone mucho más.

Dicho esto, el narco no tiene un perfil violento en prisión. Los jefes se rodean de los suyos, no consumen drogas y lo que tratan es vivir lo mejor posible a la espera de poder disfrutar de sus beneficios penitenciarios. El problema llega cuando se los deniegan o se retrasan. Ahí empiezan a presionar a funcionarios y trabajadores sociales con amenazas más o menos veladas, se repiten los ya nos veremos en la calle y la cosa puede ir a más. “Es un clásico, y a más tiempo en la cárcel, más amenazas”, comenta un funcionario.

Pero en Botafuegos no sólo hay presos comunes y narcos, sino que los funcionarios también tienen que lidiar con detenidos por sus conexiones con el terrorismo islamista. El número de esos presos no es tan elevado como en su día lo fue el de miembros de la banda terrorista ETA. Aunque en un principio intentaban continuar con el adoctrinamiento entre rejas, ahora, cuentan los propios funcionarios, “esta práctica ha bajado porque saben que cada vez están más vigilados. Estos presos, como en su momento ocurría con los de ETA, se sienten por encima de los demás. El islamista radical se mantiene en su creencia e intenta captar adeptos por lo bajini”.

Cuentan quienes conviven con ellos en Botafuegos que este tipo de internos también se parecen a los de ETA en que “son tranquilos, fríos y distantes”. El aumento de reclusos por causas vinculadas al radicalismo islámico ha coincidido con la salida de los presos vascos, una vez que el Gobierno los ha trasladado a cárceles de Euskadi. En Andalucía actualmente no queda ningún preso de ETA.

La guerra al móvil

La prisión de Botafuegos es la segunda de España donde más móviles se han intervenido en el último año. Buena parte de estos aparatos no son más grandes que un mechero común. Son los llamados culeros y normalmente son entregados a los internos en comunicaciones íntimas con sus parejas. Una mujer se introduce en su vagina el pequeño teléfono y se lo entrega al preso en un vis a vis. El escaso índice de metal que contienen estos teléfonos en miniatura evita que se activen los sensores de los controles de acceso a las cárceles. Tras recibirlo, es el interno el que esconde el terminal en su ano, envuelto en un preservativo. Al finalizar la visita, lo pone a buen recaudo. Casi cualquier hueco es válido: las patas de hierro de una litera, la carcasa de un ventilador, un tubo de pasta de diente o una botella de agua cuyo centro se enrosca y desenrosca. La botella contiene agua por arriba y por abajo, pero en el centro, justo donde está la etiqueta, hay un compartimento con esponja para que no suene y hacer más difícil su detección en los registros de las celdas.

El móvil culero no tiene internet ni posibilidad de grabar imágenes. Solo cuenta con dos teclas para colgar y descolgar, suficientes para que un narco conecte con el exterior o un maltratador siga acosando a su ex pareja a distancia. Los avances tecnológicos han hecho proliferar estos dispositivos en las cárceles españolas, donde se han convertido en el tesoro más valioso. Cuestan unos 300 euros.

Pero la obsesión por mantenerse comunicados con el exterior no acaba ahí. Algunos narcos más atrevidos y con más recursos consiguen introducir en prisión móviles de última generación, encriptados y con servidores en el extranjero. “El jefe narco no suele tener el teléfono en su celda. Se lo da a algunos de sus lugartenientes, se lo van cambiando para hacer más difícil su detección. Lo esconden en el interior de libros también, entre sus pertenencias, en el interior de un pan, en botes de champú, tetrabriks”, nos cuenta un funcionario.

La posesión de un móvil en prisión está considerada falta grave pero a los tres meses es cancelada. Se suele castigar con 30 días de privación de paseo, pero si el interno tiene que salir para realizar alguna formación sí que puede llevarla a cabo.

En Botafuegos, del mismo modo que ocurre en la mayoría de las prisiones, los problemas llegan por el eslabón más débil de la cadena, el quinqui de toda la vida, el toxicómano atado a sus adicciones a quienes los narcos controlan. “Los tienen ganados. Son los que se encargan de hacer los trabajitos que les encargan”, comenta un funcionario. Ante la pregunta de si son los más violentos la respuesta es sencilla. “Eso depende de la vileza de cada cual. Hay de todo”.

El problema con que se topan los funcionarios de Botafuegos es que cuando una operación policial suma una veintena de detenidos todos entran a la vez. De ellos, uno o dos son catalogados como internos FIES (Fichero Interno de Especial Seguimiento). Hablamos de un régimen especial consistente en un mayor control y vigilancia, según el tipo de delito cometido, su trayectoria penitenciaria o su integración en organizaciones criminales, con objeto de ejercer un control que se adecue a las complejas fórmulas delictivas existentes con potencialidad para desestabilizar el orden de la prisión. Hay varios niveles de presos FIES y actuar sobre todos ellos a la vez es una tarea complicada para la ya de por sí sobrecargada agenda de los funcionarios de prisiones.

Uno de los puntos donde más se conflictos se originan en las cárceles es en la entrada de los familiares. Según los funcionarios, “el control en las puertas debe ser muy estricto, y si dice que quien visita al interno tal día es su hermano no puede acudir a última hora su primo porque al que figura en la documentación le ha surgido un inconveniente. Esto es una cárcel y no puede entrar cualquiera, por más que se enfaden”, decían desde el sindicato CSIF.

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