La extraordinaria historia de una falange
EL SEXTANTE DEL COMANDANTE
Investigación sin límites. Julián de Zulueta ha luchado toda su vida por poder analizar el origen de la malaria que acabó con Carlos V. El trozo de un dedo del emperador le dio esa opción
En 1936 Julián de Zulueta tenía sólo 17 años y un sueño: convertirse en médico y luchar contra las enfermedades que asolaban a la humanidad. Establecido en París con su familia, una foto que descubrió en una revista le hizo plantearse un reto que daría un giro trascendental a su vida: un miliciano español abrazaba una momia bien conservada, con los ojos abiertos y la barba prácticamente intacta.
España vivía una época turbulenta en la que los asaltos a lugares religiosos eran moneda corriente. Fue así como la momia del emperador Carlos V que entonces, como hoy, descansaba en un sarcófago cerrado en el Monasterio de El Escorial, fue sacada de su tumba para que aquel miliciano la exhibiera a modo de trofeo. Pero a Julián esos desmanes político-religiosos no le inquietaban tanto como el hecho conocido de que el emperador había muerto de malaria relativamente joven, después de haber sufrido intensos ataques de gota durante los últimos años de su vida. Para entonces, Zulueta pensaba que una etapa fundamental en el proceso de momificación, como es la deshidratación del cuerpo, podía tener carácter reversible y que, convenientemente rehidratada, una momia podía conservar datos importantes de su historial médico y, por lo tanto, ofrecer pistas sobre la evolución de la enfermedad que la condujo a la muerte.
La profesión de su padre llevó a Zulueta a Colombia, donde se convirtió en un prestigioso médico especialista en enfermedades tropicales. Durante sus estudios convivió estrechamente con los mismos parásitos que habían acabado con la vida del emperador Carlos V y la imagen de aquella revista seguía intacta en su retina.
Terminada la carrera viajó a Inglaterra. Allí perfeccionó su formación académica en la universidad de Cambridge y terminó siendo reclutado por la OMS. A partir de ese momento su vida fue una diáspora permanente que le llevó durante más de 40 años a enfrentarse a los peores parásitos en los lugares más insanos. Sus conocimientos y perseverancia resultaron de gran utilidad en la erradicación de enfermedades como la viruela. Sin embargo, la malaria seguía llevándose a la tumba a cerca de tres millones de seres humanos cada año y Zulueta no había olvidado la imagen de la momia del emperador en manos de aquel miliciano en los días tempestuosos de la Guerra Civil. Mundialmente famoso, el parasitólogo madrileño regresó a su tierra natal con idea de buscar rastros de la malaria en la momia de Carlos V, pero el Rey Don Juan Carlos no consintió la exhumación de sus restos.
Dos años después la oportunidad volvió a llamar a su puerta y Julián decidió que en esa ocasión no se le escaparía. Con motivo de una visita al Museo del Prado, coincidió con una de las autoridades con las que se había entrevistado para acceder al estudio de la momia real, quien, con grandes muestras de alegría, le contó que había localizado una falange de uno de los dedos meñiques del emperador, en una urna en la sacristía de la Iglesia de El Escorial. No era la momia, desde luego, pero era un trozo de ella, se encontraba fuera del sarcófago y quizás el Rey Don Juan Carlos le permitiera su estudio.
Y el rey consintió. Julián no cabía en sí de gozo cuando aquel monje con guantes le hizo entrega de la reliquia en El Escorial, mientras le contaba que la falange había sido arrancada de la imperial mano durante otra época turbulenta: la revolución de 1868, cuando los restos del emperador fueron expuestos para que pudieran ser visitados y un guía aceptó un soborno a cambio de una pequeña parte de su cuerpo. Años después, cuando el comprador se arrepintió de su estupidez y devolvió la falange, Carlos V ya había vuelto a su catafalco, de modo que el dedo quedó en la sacristía, como si hubiera estado esperando a Julián desde el mismo momento de su amputación.
La primera sorpresa del ya eminente galeno fue que la falange estaba en perfecto estado de conservación y que su momificación se había producido de forma natural. Como él mismo acostumbra a explicar y, aunque pueda sonar irreverente, "su cuerpo se curó como cualquiera de los muchos jamones que envejecen en el mismo lugar fresco y seco de la sierra extremeña donde recibió sepultura".
A partir de ahí, el estudio de la falange imperial no paró de ofrecer sorpresas al equipo investigador, que en una primera radiografía pudo observar la erosión del hueso debido a los cristales de urea producidos por la gota. La artritis estaba tan avanzada que había destruido la articulación y se extendía a los tejidos blandos. Hacia los 28 años, el emperador debió comenzar una etapa de tremendos sufrimientos en la que los dolores tuvieron que ser cada vez mayores. El desconocimiento de la patología de su enfermedad y el abuso de la cerveza y de los alimentos más contraindicados para la misma, aceleraron el proceso de destrucción de tejidos y justifican plenamente su temprana abdicación y el hecho de que antes de cumplir los cincuenta años tuviera que desplazarse en una silla portátil especialmente diseñada para mitigar sus fuertes dolores.
El estudio continúa. Es prácticamente seguro que el emperador debió sufrir las mismas fiebres que los millones de seres humanos que hoy siguen padeciendo la malaria, ya que, aunque la investigación no está cerrada, todo apunta a que en sus glóbulos rojos cristalizados aparecerán restos del mosquito causante de la enfermedad. Hoy los discípulos de Julián de Zulueta se cuentan por docenas y buscan en todas las partes del mundo la deseada vacuna para la que el propio doctor dice que aún es pronto. Sin embargo, asegura al mismo tiempo, el estudio de la falange del emperador está dando frutos insospechados que serán comunicados próximamente.
Quién sabe. Tal vez la glotonería de Carlos V, que mantenía llena su despensa de Yuste con manjares traídos de todas las regiones de España, fortaleció al parásito que lo estaba matando hasta el punto de que, cerca de 500 años después, una simple falange de su dedo meñique pueda llegar a ofrecernos la solución a una enfermedad que sigue siendo uno de los jinetes del apocalipsis de la humanidad.
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