Un bastión de la agricultura ecológica en plena Bahía de Cádiz

Gentes del campo

Pedro Vega, el soldador que creó un oasis ecológico en plena campiña gaditana, levantó con sus propias manos una finca donde produce vino y alimentos sin química

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Pedro Vega poda una de las viñas cabernet sauvignon de su finca ante la mirada de Inma, una de las hortelenas que colaboraba con su proyecto. / Julio González

En plena Cañada Real de Medina, todavía en el término municipal de Puerto Real, existe un bastión de la agricultura ecológica, una especie de Shangri-La donde el tiempo se ha detenido y las cosas se hacen como siempre se han hecho. La tecnología y los productos fitosanitarios están vetados y hasta los remedios para curar los males de los olivos son más caseros que un flan de huevo. El responsable de este reducto de la naturaleza perdida en la campiña gaditana es Pedro Vega, un puertorrealeño de 66 años, soldador de profesión y que, tras pasar por Astilleros y la factoría de Delphi, decidió que había llegado el momento de dedicarse en cuerpo y alma a su otra gran pasión:la agricultura ecológica.

Visitamos el santuario de Pedro. Los cielos se han teñido de color plomizo y un húmedo viento del Sur nos anuncia agua. Pedro nos ha guiado con su vehículo por un camino de tierra que serpentea entre una vegetación salvaje que parece querer advertir a los urbanitas que estos son sus dominios. Al final del camino está la finca de Pedro, que tiene una extensión de 6.000 metros cuadrados. En su puerta nos esperan Inma y Teresa, dos de los hortelanas que llevan años colaborando con su proyecto.

Pedro nos informa que compró el terreno en 1999, pero que no fue hasta que cerró la factoría Delphi cuando se dedicó a plantar vides, olivos, árboles frutales y a parcelar el huerto. “Además de ser soldador mi gran pasión siempre había sido la pesca, pero poco a poco, gracias a internet, fui metiéndome en estos de la agricultura ecológica y me gustó tanto que he acabado incluso siendo profesor colaborador de la Universidad de Cádiz, dando clases de agricultura, ayudando a construir un huerto junto a la piscina del Campos de Puerto Real y mostrando a chavales de 25 años que para recoger una lechuga de la tierra hay que esperar tres meses, que esto no es como ir al supermercado”, nos explica.

Teresa, la primera hortelana que llegó a la finca ecológica de Pedro, azada en mano dispuesta a trabajar. / Julio González

Pedro llegó a tener hasta 18 hortelanos ayudándolo en su proyecto. “Esto es muchísimo trabajo para mí solo. Yno sólo eso. Mantener el huerto cuesta en torno a 400 euros al mes, entre agua, electricidad y todo lo demás. Lo que hicimos fue compartir gastos. Todos nos ocupábamos de que el huerto estuviera perfecto y luego se recogían sus frutos. Aquí nunca se vende nada. Es todo para nosotros”, comenta Pedro ante la atenta mirada de Inma y Teresa, que corroboran sus palabras. “Nosotras seguimos viniendo de vez en cuando para echar una mano en lo que se pueda y porque nos encanta la paz que se respira aquí, el entorno, la naturaleza”, aseguran mientras le echan el ojo a unas hermosas granadas que crecen junto al camino.

Más al fondo hay trampas de avispones confeccionadas por el propio Pedro con gran habilidad. Nos cuenta que también es apicultor y que en la finca han llegado a tener colmenas de abejas que producen una miel exquisita.

Pedro está casado, pero su mujer trabaja en Cádiz y no puede echarle tantas horas a la finca. Sus dos hijas mayores, una de ellas ingeniera agrónoma, están en Madrid y Burgos, por lo que vienen poco por Cádiz. Esto ha hecho que Pedro se haya planteado vender el campo con su coqueta casa de tres dormitorios. “El campo tiene todos los papeles en regla y está registrado. Si alguien quiere continuar con esta tarea sólo tenemos que ponernos de acuerdo en el precio, pero yo ya no puedo con tanto trabajo. Menos los recuerdos personales, lo dejo todo, hasta la bodega”, dice.

Pedro en su bodega, uno de los tesoros que guarda la finca. / Julio González

Y eso que separarse de su bodega no le va a resultar nada fácil. Entre otras cosas porque la construyó con sus propias manos, con la ayuda de algunos amigos y de su familia, a golpe de pala, pico y azada. “Un año tardamos”. Y es que otra de las virtudes de Pedro Vega es que, sin ser enólogo, es capaz de confeccionar su propio vino tinto y hasta un moscatel de Pedro Ximénez que nos parece elegante y equilibrado en boca cuando nos lo da a probar en un catavinos tras acceder a su joya escondida por una sinuosa escalera de caracol metálica. Pedro prefiere el tinto a los blancos. Quizá acordándose de aquella frase que dice que el vino blanco es bueno para los pescados pero el tinto lo es para los humanos. Su tinto es la resulta de la mezcla de uvas cabernet sauvignon, syrah, y tempranillo. “No existe en el mercado esa mezcla”, nos dice, antes de recalcar que todo lo que sabe lo ha aprendido de internet. “Yo no soy enólogo, de agricultura no tenía ni idea, y de vinos menos. Todo, desde plantación, cuidados y todo el proceso, lo he ido adquiriendo a través de la red. Con mucho tiempo de estudio”, aclara.

Como el vino de Pedro, que lleva por nombre Pericón de Puerto Real, también es 100% ecológico, tiene su ciencia. “No le echo ni ácido tartárico ni sulfuroso, así que para darle algo de acidez lo que hago es escoger unas uvas verdes, en este caso de la variedad cabernet, que le da más acidez, así me ahorro de echarle productos químicos”, aclara.

El espléndido suelo arenoso donde se levantan las viñas de Pedro es abonado con aceite reciclado y ceniza. Los inicios fueron duros, pero en su pequeña bodega subterránea se ha construido un laboratorio donde ha ido probando hasta dar con la tecla para elaborar unos caldos que podrían echarle la pata a cualquier Ribera del Duero, la Denominación de Origen predilecta de nuestro protagonista de esta semana. “Mi vino tiene 12,9 grados. No me gustan los vinos tintos con más graduación. Últimamente se ha puesto de moda fortificar los vinos para que tengan hasta 14 y 15 grados, algo que empezaron a hacer los valencianos y los catalanes y que se ha ido extendiendo. A mí eso no me gusta”.

Pedro nos muestra las barricas de roble americano donde se almacena su vino tinto. “A finales de agosto cogemos las uvas, y después de una fermentación tumultuosa, van a un descube, yo no prenso la uva, simplemente la despalillo con una máquina que tengo arriba. El vino que yo saco es por decantación y después le hacemos una fermentación maloláctica (un proceso bioquímico posterior a la fermentación alcohólica, donde las bacterias lácticas convierten el ácido málico, más áspero, en ácido láctico, más suave) hasta que pasan a las barricas, donde están más o menos nueve meses. Y de ahí a las botellas. Es todo un proceso artesanal. Yo mismo lo embotello, le coloco el corcho con una máquina a presión y etiqueto las botellas”, cuenta orgulloso Pedro.

Aunque es soldador de profesión, cuando Pedro comienza a hablarnos de ácidos málicos y lácticos, de sulfitos, de cómo es capaz de hacer lejía a base de ceniza y de otros procesos químicos, uno pensaría que está ante un ingeniero agrónomo. “Una vez tuvimos un problema con unos olivos y un catedrático de Ingeniería Agrónoma de la Complutense de Madrid me dijo que colocara un plástico transparente en el suelo alrededor de toda la copa para tratar de elevar la temperatura del suelo y matar el hongo que le estaba atacando. No dio resultado. Así que al plástico le añadí excrementos de cabras y agua. Mira, hasta temblaba la tierra. Le pulsé la temperatura a 70 centímetros de profundidad y llegaba a los 81 grados. No sólo acabé con el hongo sino que el profesor me dijo que ese proceso iban a estudiarlo en la universidad”, dice Pedro. Un catedrático de la agricultura y de la vida.

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