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Prestaciones del SAS

Condena de encierro y opio

  • Carlos Pelayo, con un 70% de incapacidad y dependiente de grado 2, lleva seis meses atrapado en su casa porque no logra que el SAS le apruebe una silla de ruedas de motor

Carlos Pelayo, en el pasillo de su piso en el Río San Pedro

Carlos Pelayo, en el pasillo de su piso en el Río San Pedro / Julio González

El Fentanilo es un opioide 80 veces más potente que la morfina y 30 veces más potente que la heroína. De hecho, en Estados Unidos, el Fentanilo mata más que la heroína. Se vende en un envase con tres cierres de seguridad y cada frasco de este opio reconcentrado cuesta 300 euros. Antes de que se generalizara el uso de Fentanilo entre enfermos con fuertes dolores crónicos, se recurría a la Oxicodona, la droga favorita de Michael Jackson y la que le llevó a la tumba. Ambos son conocidos como opiáceos mayores y tienen seguimiento judicial.

Cuando entro en la casa de Carlos, en un bloque del Río San Pedro, me advierte de que está un poco colocado. Dice que ha tomado un poco más de dosis para hablar conmigo y que no nos interrumpan los dolores. Carlos tiene recetado Fentanilo y oxicodona y varios calmantes más, entre ellos el Tramadol, que engaña al cerebro cuando recibe los signos del dolor. A la semana, además, caen seis cajas de Nolotil. También Trankimazin, para detener su galopante ansiedad, y Mirtazapina para la depresión. Todo eso está sobre la mesa. Ni que decir tiene que Carlos está enganchado a todo. El piso de Carlos es el shan-grila de cualquier toxicómano. Si vendiera todo este arsenal de opiáceos en el mercado negro se haría de oro. Es un yonqui de los fármacos legales subvencionado.

“Lo único que quieren es tenerme drogado. El Fentanilo es una inhalación al día, es el colocón del siglo. Lo que quieren es que me muera, ya me han metido dos veces en la UCI por sobredosis, me chutan con adrenalina”, dice con amargura este usuario habitual de la unidad del dolor.

Y vitamina K. La vitamina K no tiene nada que ver con el dolor ni con la ansiedad. Tiene que ver con su batalla. Desde hace seis meses Carlos apenas sale a la calle y el encierro se come la vitamina K. La vitamina K nos la da la luz del sol. Desde la ventana de su habitación se ve un tendedero y un aparcamiento en batería y otro bloque gemelo al suyo. Carlos no sale a la calle porque no tiene una silla de ruedas. Tuvo una que le concedieron hace cinco años, pero no logra que se la renueven. Una mezcla de recortes, burocracia y encontronazos parecen impedirlo. “Usted puede andar perfectamente”, le dijo el rehabilitador. “No puedo caminar ni cincuenta metros sin que el dolor me lo impida. ¿Para qué narices iba a querer yo una silla si pudiera andar perfectamente?”, rebate Carlos.

La vida de Carlos Pelayo, 50 años, ex vigilante de seguridad, ex operario de mantenimiento del hotel Meliá, actualmente dependiente de grado 2 con una incapacidad reconocida del 70%, dio un vuelco un día de febrero de 2009 en el que un coche se saltó un stop. Carlos se dirigía al trabajo en moto, el coche hizo algo peor que arrollarle, le golpeó y se quedó encima de él. Lo atrapó. “Pasé media hora bajo el coche, escuchaba el crac crac crac del coche aplastándome cada vez más y escuchaba la voces. Decían 'se ha matao, pobre chaval, se ha matao'. Yo no podía decir nada a través del casco y me asfixiaba dentro del casco. Sólo veía los pies alrededor del coche. Cada vez más. Y llegaba el 061 y la Guardia Civil, pero nadie levantaba el maldito coche. Cuando me quitaron el coche de encima era tal la rabia que me levanté, no sé cómo, y me fui al conductor del coche. Grité ‘te voy a matar hijo de la gran puta’, pero no había terminado decirlo y me desplomé”.

Arsenal farmacológico que a diario consume Carlos Arsenal farmacológico que a diario consume Carlos

Arsenal farmacológico que a diario consume Carlos / Julio González

Pasé media hora bajo el coche y escuchaba a la gente decir: "Se ha matao, se ha matao"

El parte de heridas del accidente de aquel día es elocuente. Rotura de ligamentos femoral, las dos rodillas destrozadas, el hombro aplastado, rotura de varios anillos de las vértebras. Y una crisis de pánico de esa media hora bajo el coche ha derivado en una agorafobia crónica. Con el tiempo, todo ha ido a peor. Ha sido operado seis veces (va poniendo sobre la mesa donde están todas las medicinas y el paquete de Ducados montones de informes médicos que van atestiguando su relato). Desde marzo espera una séptima intervención urgente en el hombro. “Yo no tengo hombro, tengo dos palos”.

Con el tiempo se le han desarrollado otras enfermedades. Tuvo un infarto y se le declaró una fibromialgia. Todo son secuelas. Como él dice, cuenta con el trío de ases, la tarjeta del corazón, la tarjeta '+ Cuidado' y la tarjeta de incapacidad. Y como secuela contabiliza su separación. Llevaba quince años casado con la que había sido su novia de joven cuando se pordujo el accidente. Lejos de unir el dolor, el dolor separó. Cuando ella no acudió a una de sus operaciones de hombro, él pidió el divorcio. Habría que conocer la versión de ella, pero no la tenemos.

Cualquier revés se convierte para Carlos en un himalaya. Combate sus dolores y su depresión con horas de play. Junto al televisor tiene decenas de juegos. Se despierta de madrugada y coge el joystick y se pone a matar monstruos. “Me lo recomendó el psicólogo, es lo único que distrae los cinco sentidos”.

Quisiera distraerse en la calle. Tiene barcos teledirigidos que le gustaría echar en el río. Por eso la silla se ha convertido en su obsesión. Está la opinión del rehabilitador, que dice que puede andar, y la opinión de sus piernas, que dicen que no pueden. “Cada vez me sostienen menos”. De hecho, se ha convertido en uno de esos pacientes con los que el sistema parece enfrentarse. Me pone una grabación con una secretaria de rehabilitación de Puerto Real que parece atestiguarlo. En un momento,la facultativa, desesperada, dice que “ya no tiene nada más que hablar con él, ve a donde tengas que ir porque desde rehabilitación no se te va a dar una 320 (una silla)”. Fue ella la que cogió su volante A-320, el que daba acceso a una silla con motor, no una silla de autopropulsión (es decir, con los brazos), y, al parecer, lo anuló por caducidad. “No está caducado, dura dos meses”. “Mira, no tengo nada tuyo, llama a otro lado”. Y cuelga. Y sin volante no hay silla.

La historia de la silla de ruedas, con un coste que no llega a los 3.000 euros (ocho meses de Fentanilo), se pierde en una burocracia que él está convencido que tiene su origen en su enfrentamiento con el rehabilitador de Puerto Real, contra el que escribió una hoja de reclamaciones. Le explico a Carlos que más bien puede tener que ver con los recortes o con cierto problema que hubo en el hospital Puerta del Mar con las ortopedias. Lo que difícilmente puedo argumentar, con todas estas medicinas delante, con todo su historial médico espeluznante y con sus piernas delante mía, es que pueda caminar normalmente. Pero él insiste en que es una “venganza” del sistema, lo que también cuesta creer.

Lo que es seguro es que desapareció el volante A-320, que este hombre no tiene silla de ruedas, que tiene la cara amarillenta de no salir a la calle y que, pese a la farmacopea, todo apunta a que la mezcla de dolor y de depresión acabarán haciendo mella: “De verdad, no puedo más”.

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