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1 de noviembre
  • Al contrario que en otras ciudades, en la capital gaditana apenas hay símbolos sagrados en las fachadas que sirvan de salvaguarda 

Cádiz: la ciudad a la que protegía Melkart

Sobre el dintel de la entrada de la Casa del Almirante se distingue la forma de una menorá. Sobre el dintel de la entrada de la Casa del Almirante se distingue la forma de una menorá.

Sobre el dintel de la entrada de la Casa del Almirante se distingue la forma de una menorá. / Julio González

Escrito por

· Pilar Vera

Redactora

Javier Fornell tiene programada para estos días una ruta de Hallowe´en por Cádiz “que no viene a ser tan diferente” de la que cuenta todos los días, asegura. Tres mil años son muchos muertos.

Para el escritor e historiador, una de las características de la ciudad ha sido su empeño en alejar a la muerte. No sólo ahora, en la época de tanatorios y enterramientos lejos de nuestra vista: bien a extramuros estaba el cementerio de San José, arropado por el corpus ilustrado. “Aunque, respecto al tema de enterramientos no oficializados, en el entorno de la Catedral Vieja se supone que hay tumbas. E incluso sabemos que había órdenes pías que se encargaban de recoger los toneles con los cuerpos de aquellos a los que se castigaba sin vida eterna”.

La mayor parte de lo que consideramos Cádiz emblemático se caracteriza por la asepsia: no sólo el número de iglesias y conventos es menor al de otras ciudades de igual tamaño, sino que en las fachadas de las casas suele haber una ausencia total de imaginería religiosa. Ni una cruz, ni una hornacina. Hoy día nos puede dar la risa, pero digamos que en el siglo XVIII queríamos ser Londres o París: esas metrópolis “modernas”, dedicadas al comercio y a las que las creencias de cada cual se la traen al pairo, supersticiones, pequeños detalles sin importancia porque aquí hemos venido a jugar. “Había armenios, centroeuropeos, protestantes, gente de Flandes, de Marruecos, de América... más valía no entrar en complicaciones”, añade Javier Fornell.

“Aquí ni siquiera hay cruces en las calles, como en Sevilla –indica–. Estaba el Cristo de la Verdad, en el Mentidero, que terminaron quitando y que todo el mundo decía que más bien el sitio de la mentira. Ni siquiera están las vírgenes que guardaban las puertas de la muralla de la ciudad, sólo las hornacinas. Fíjate en la diferencia, por ejemplo, con Arcos, que es un no parar por la cuesta de Belén, San Miguel, San Juan de Dios, Santa María, San Pedro y varios conventos de clausura”. O casos emblemáticos como el de Grazalema, que marcó el perímetro de lo que era la muralla con cruces.

En una finca de San Francisco, dos leones de Judá hacen de escudo

Entre los pocos ejemplos icónicos que se conservan de símbolo de protección frente al mal están el arcángel y el demonio de la calle San Miguel, resto de lo que era un antiguo convento, “y que sí tiene una significación muy clara”.

Otros dos demonios sobrevuelan la entrada a la Catedral, convirtiéndola en una de las pocas del mundo en las que el archienemigo está presente:“No hay explicación en los archivos ni explicación teológica –explica Fornell–. Quizá sea como en la pila del bautismo, una forma de expresar que el demonio veía las almas que se acogían a la fe e iba perdiendo. O, lo mismo, es que se equivocaron de sentido al colocarlas”.

Curiosamente, son las casas de familias judías o criptojudías las que muestran algunos de los pocos símbolos de protección que perviven: entre ellos, los dos leones de Judá que pueden verse sobre el dintel de una de las fincas de la calle San Francisco. O el caso de la familia de Diego e Ignacio de Barrios, que llegó a tener en propiedad dos de las casas más emblemáticas de la ciudad: la de las Cadenas y la del Almirante. En la primera, es posible distinguir un cáliz y una cruz; en la segunda, una menorá corona el mármol rosa de la entrada –después, hábilmente camuflado–. A pesar de todos sus esfuerzos –hasta cambiaron su apellido original “de Barros”–, a alguno lo llegó a pillar la Inquisición, que andaba buscando a un familiar suyo, judío y poeta.

Las creencias, en definitiva, quedaban en el día a día reducidas a la intimidad: una muestra es el número 8 de la calle Ancha, con su fauno de la prosperidad, llegado de mano de los genoveses, vigilando la puerta principal, y una capilla escondida en su escalera, imposible de ver desde la entrada.

Para Fornell, otro ejemplo de este afán por las creencias “de puertas para dentro” lo encontramos en el auge que tuvo en el XIX el espiritismo gaditano: no hay quien pueda superar el convocar a los muertos a través de una palangana. ”Una ouija te la confiscan en seguida –dice Javier Fornell– pero, ¿quién va a pensar en quitarte una palangana?”.