Aunque le haya tocado vivir en una época cinematográficamente menos fértil y arriesgada que la de sus mayores, no puede negarse que Stephen Frears tuvo unos buenos maestros. Si se observan con atención aquellos documentales realizados con motivo del centenario del nacimiento del cine, y que repasaban varias de las más importantes cinematografías nacionales, puede verse en el del cine británico a un joven Frears acompañando a Lindsay Anderson en el rodaje de If; uno de sus primeros trabajos como asistente de dirección junto al de Morgan, un caso clínico, para otro ilustre del free cinema, Karel Reisz.

Pero Stephen Frears, a diferencia de los young angry men, no tuvo un grupo en el que resguardarse, y ni siquiera su paso, como el de muchos de sus compatriotas de aquella época, por la televisión (donde dirigió 24 filmes en 12 años) sirvió para aglutinar un núcleo de autores con un estilo distintivo común o una afinidad ideológica que en caso de darse no fue, salvo contadas excepciones, trasladada a la gran pantalla. De hecho, los que esperaban que Frears se convirtiera en otro Alan Clarke, o incluso en un nuevo Ken Loach, tal vez se sintieron traicionados con sus dos primeras películas, Detective sin licencia y The Hit, sendos thrillers criminales que tomaban códigos del cine norteamericano para vestirlos con tipos humanos sacados de la mejor tradición realista y televisiva british.

Tal vez sea precisamente The Hit la que marque con precisión los límites y posibilidades de un Frears que, salvo excepciones (la mencionada The Hit, rodada enteramente en España, o Mi hermosa lavandería, a partir de un guión de Hanif Kureishi), parece sentirse algo incómodo en las producciones filmadas en su país natal, pero es capaz de reinventarse y aprovechar la mirada de extrañeza del extranjero cuando rueda en los Estados Unidos, donde ha dirigido las que hasta el momento nos siguen pareciendo sus dos mejores películas: Los timadores y Las amistades peligrosas.