-¿Le cuesta mucho subir las escaleras?
-Seguro que más que a usted.
-Pero eso no le desanima.
-No, no, al revés. Me gusta esforzarme, aunque me cueste. La recompensa es el esfuerzo, más que llegar a la meta. No controlamos la suerte, ni el destino, pero sí nuestro día a día.
-Al nacer le diagnosticaron una parálisis cerebral.
-No fue al principio, sino meses después, cuando mis padres vieron que tenía un bulto en la cadera y no sostenía el cuello. Empezaron un periplo por hospitales, sin que les dijeran nada, hasta que en uno se lo soltaron.
-¿Cómo reaccionaron?
-Ellos han sido muy importantes en mi evolución. Desde el primer momento tuvieron claro que no me iban a sobreproteger. No es que me pusieran las cosas difíciles, sino al mismo nivel que se las ponían a mis primos.
-A pesar de su discapacidad.
-Si quería coger algo tenía que alzar bien el brazo. Si quería bajar a la calle a jugar, me tenía que vestir, calzar y abrocharme las playeras yo. Y si me caía sin golpearme, me tenía que levantar yo.
-Debió de ser muy duro.
-Ha habido mucho sacrificio por su parte. No es nada fácil para unos padres ver a su hijo en el suelo, que intenta levantarse, que le está costando, y que en el momento que ya está arriba vuelve a caer. Mis pataletas, mi rabia y mi impotencia no eran fáciles para ellos.
-¿Mereció la pena?
-La recompensa es que al día de hoy me puedo valer por mí mismo.
-¿Cómo se las arreglaba en el colegio?
-Fui a un colegio de las afueras del barrio del Pan Bendito, en Carabanchel Bajo, el único que encontraron mis padres que no tenía escaleras.
-¿Cómo le trataban sus compañeros?
-Tuve la suerte de tener buenos amigos, que me trataron como a uno más. Aunque había veces en que me enfrentaba a las burlas típicas de los niños, por mi manera de andar.
-¿Se integró bien?
-Salía de clase y tenía que andar lo mismo que los demás hasta el patio, para jugar al fútbol. ¡Era mi motor, lo que me hacía menearme!
-¿El fútbol?
-El problema surge precisamente cuando me quito la venda y me doy cuenta de que soy un minusválido, que tengo un grave problema físico y no voy a poder ser jugador de fútbol.
-¿A qué edad se le abrieron los ojos?
-Con 12 años. Perdí la ilusión por lo único que me hacía moverme y entré en un círculo en el que nada me motivaba, sólo quería vacilar y estar con los colegas. Estuve en el filo de la pendiente, a punto de caer.
-¿Qué ocurrió entonces?
-Es difícil salir en barrios como Pan Bendito, donde todo lo que abunda es malo. Son barrios bajos, marginados, sin instalaciones deportivas, donde circula la droga. Hay muertos en los semáforos y no los arreglan.
-¿Y…?
-Me ayudaron los valores que mis padres me han inculcado y mis amistades. Y además apareció el hip hop, en el que encontré una vía de realización personal. Me volvieron las ganas de descubrir, escuchar música y sacar lo que tenía dentro.
-¿Empezó a escribir?
-Me iba a las enciclopedias, que nunca había usado para estudiar, para ver qué significaban las palabras que me salían de dentro. ¡Empecé a sentirme útil!
-¿Cómo eligió el nombre artístico?
-Lo tomé de Matías, que en paz descanse, al que llamaban Langui. Una persona con discapacidad de mi barrio que constituyó un referente para mí. Fue un luchador: organizó un equipo de baloncesto en silla de ruedas.
-Más adelante fundó usted un grupo.
-La Excepción. Empezó como una afición y se ha convertido en una profesión. Tenemos tres discos editados y algún que otro premio. Pero lo más importante de todo es que nos hemos hecho a nosotros mismos.
-¿Qué denuncia en sus rap?
-Todo lo que tiene que ver con las carencias cotidianas y las condiciones de vida en el barrio de Pan Bendito, en el que no hay convivencia. ¡Vivimos en colmenas! Digo que la suciedad y las basuras no se tiran por la ventana, porque son tus hijos los que juegan abajo.
-¿Cómo se convirtió en actor?
-Cuando conocí a Santiago Azannut y me propuso hacer El truco del manco no sabía interpretar. Pero el director no quería que me apuntara a ninguna escuela. Me dijo: igual que has aprendido con la música tienes que buscarte tus propias herramientas.
-¿Las encontró?
-Practicaba en la vida real, con la gente. A lo mejor estaba con el alcalde de un pueblo, o en una panadería, y me ponía en el papel de mi personaje, a la defensiva, como era él, creando situaciones. Sacrificaba mi personalidad para ponerme en la piel del otro. Me quité los miedos.
-¿Qué tiene en común con el protagonista de la película?
-Sólo la minusvalía y la pasión por la música. No tengo la familia que tiene él, ni la autodefensa que tiene él, ni los comienzos fueron los mismos. Incluso tuve que aprender a exagerar algunos movimientos.
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