Donde habita el derrotista

Momo es nuestro ídolo

El derrotista lleva dentro de sí un optimista reprimido, un seguidista irrealizado, una persona deseosamente loca de repartir elogios, un eterno frustrado por la inevitable imperfección de las cosas.

Al derrotista le encantaría que, por ejemplo, las agrupaciones del Carnaval tuvieran una calidad general que al menos alcanzara el aprobado que se merece la fiesta; que la Cabalgata cumpliera su misión de admirar al público; que las callejeras no se quedaran cortas en la `pocavergüenza'. En realidad, desea dejar de existir, pero contradictoria y afortunadamente este mundo no para de darle motivos para que salte.

Un derrotista como Momo manda, querría que todos se rindieran al culto de este dios menor, que es el de la máscara que tapa la propia cara para diluirla en el anonimato que propicia la transgresión, es decir lo contrario del figureo. La liturgia de Momo es simple: la crítica, la sátira e incluso el desprecio, la eterna conciencia crítica.

Este dios era tan persistente en eso que incluso se le encargaba el despellejamiento verbal de los otros habitantes del Olimpo. Se lo tomó tan en serio, sus juicios sin prejuicios eran tan rotundos y tan libres que no hubo más remedio que expulsarle del Monte Sagrado.

El presidente del jurado del Concurso debía ser Momo de manera vitalicia. Su lengua afilada y la desconsideración absoluta hacia las circunstancias particulares o colectivas de cada agrupación serían el único baremo, su burla de los homenajes y autotributos el faro de sus puntuaciones. Momo no consentiría ni una despedida más sobre las tablas del Falla, por ejemplo, ni el uso de ciertas personas para provocar sentimentalismo o burla.

Momo, en definitiva, es el gran derrotista, habitante y luego expulsado del Olimpo.

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