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Valle de sombras | Crítica

Redimirse en el Himalaya

Miguel Herrán en una imagen del filme de Salvador Calvo.

Miguel Herrán en una imagen del filme de Salvador Calvo.

No se le podrá negar ambición épica o sentido clásico de la aventura exótica al cine de Salvador Calvo, que después de revisitar el pasado bélico colonial español con 1898. Los últimos de Filipinas y acompañar el éxodo migratorio africano en Adú, viaja ahora hasta el Norte de la India, en la frontera con el Tíbet y el Himalaya, para seguir a una pareja y su hijo en un periplo turístico-montañero que deviene drama y viaje espiritual de redención.

Si en la primera parte todo discurre con anodina normalidad entre diálogos y situaciones banales y los paisajes espectaculares de fondo, un trágico acontecimiento (anunciado) lleva el filme hacia otro lugar y tono, ahora en un monasterio aislado entre valles, donde nuestro protagonista trata de recuperarse físicamente y recomponer las mucho más dolorosas y pesadillescas heridas del duelo y la culpa.

Valle de sombras se detiene entonces hasta lo exasperante en el entorno budista, demasiado ensimismada con sus dinámicas y sin hacer avanzar el relato. Para cuando decide retomar el impulso, ya en el viaje de regreso (también anunciado), todo se sucede con prisas, escaso sentido del tiempo y el peligro y sin que haya calado realmente esa gran transformación que el personaje de Miguel Herrán (limitadito para la tarea) ha estado gesticulando y susurrando en voz alta en cada diálogo (en inglés o español, que por allí también lo hablan) con sus salvadores y protectores.