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Crónicas del retornado

Viejos

Hace unos días estaba yo hablando con un viejo amigo. Sí, viejo, porque los dos somos viejos y, además, amigos. Ese amigo, sobre viejo, es también sabio.

Nos estábamos tomando una cerveza en un bar clásico de Chiclana, vamos, en Adolfo, cuya terraza frecuento hace muchos años y donde suelo encontrarme con amigos, viejos y jóvenes. Ese sabio amigo, que se llama Emilio, por dar alguna pista, puede conversar de muchas cosas y en esa ocasión estuvimos hablando, si no recuerdo mal, de Filosofía (Nietzsche), de gastronomía (sarguitos, paellas…), de política (desde distintas posiciones somos capaz de dialogar) y de la propia vejez.

Nada de tercera edad, ni de personas mayores, ni nada de eso: de la vejez. Es curioso cómo ahora se esquiva el término mediante eufemismos en un mundo lleno de ellos. Es sabido que el eufemismo suele venir ocasionado por el tabú. Se solía aplicar a cosas vergonzosas o innombrables por cualquier otro motivo. Por ejemplo, por miedo, como sucede con la muerte, cuya mención se elude, pese a que es la única evidencia sobre la vida. La gente “fallece”, “nos deja” y cosas así, pero parece feo decir que se muere o que nos morimos. Otras veces el eufemismo tiene causas históricas o sociales, como cuando evitamos hablar de “negros” y decimos “subsaharianos”, “afroamericanos” o “personas de color”.

Esas denominaciones les suelen hacer mucha gracia a mis amigos negros, pero tienen su razón de ser, ya que las personas de raza negra han vivido muchos años sometidas a los blancos en condiciones a menudo ignominiosas. Hay que llamar invidentes a los ciegos, seguramente por miedo a la ceguera (aquí se acuerda uno de Saramago y de Jesualdo Bufalino) y no sé cuántas evasiones lingüísticas más.

Precisamente uno de los asuntos que mencionamos en aquella tertulia fue el peligroso jugueteo con el lenguaje que adorna a nuestro tiempo. Por ejemplo el pseudo-feminismo verbal que seguramente nace de una total ignorancia del origen de la lengua española, hija, como sabemos, del latín vulgar, con sus declinaciones y todas esas tonterías que ofrecen caprichosamente terminaciones en /a/, y en /o/ sin que necesariamente impliquen masculinidad o feminidad. El latín incluso disponía de un género neutro para despiste de los adalides del lenguaje políticamente correcto, que es precisamente de lo más incorrecto en términos filológicos. Cierto que esto de las modas en la verbalidad no es cosa nueva y ha llegado a invadir idiomas tan nobles como el ruso, cuando en tiempo de los ciertos zares lo que se llevaba era hablar o escribir en francés. Menos mal que Puschkin, Gogol, Tolstoi y Dostoievski andaban por ahí para evitar el desastre. Desde una perspectiva igualitaria no creo que la causa de las mujeres, históricamente discriminadas en muchos aspectos, vaya a ganar nada con ridículas manipulaciones del lenguaje.

Pues con esto de nosotros, los viejos o ancianos, denominados “mayores”, “tercera edad” y no sé que otras bobadas viene a pasar algo semejante. Claro que, si vamos a resultados prácticos, cuando se habla de nosotros en tales términos, no es porque se nos respete o considere más; sin más bien todo lo contrario. En otros tiempos y culturas el criterio de los ancianos era atendido, porque se pensaba que la experiencia puede aportar algo en el gobierno de lo presente o futuro. No parece que esto suceda en los tiempos actuales. El lugar reservado para los viejos en nuestra sociedad es el de “pensionistas”, un grupo humano que constituye una preocupación de orden presupuestario.

El asunto es si se nos suben o se nos bajan las pensiones, no si se nos hace algo de caso o se nos toma por el pito del sereno. Viajes baratos para tener entretenidos a los ancestros, centros de mayores para que no den la lata en casa… Una especie de reserva comanche, pequeña reclusión, que no siempre es del todo decorosa. Hace bien poco hemos sabido de abusos y malos tratos en alguna “residencia” (antes “asilo”). Cierto que el desprestigio de los ancianos ha venido motivado en algunas ocasiones por las estupideces y salidas de tono de ciertos viejos ineptos empeñados en pontificar desde una senectud evidentemente desvariada. La soberbia conduce indefectiblemente al desvarío y así vemos a políticos en su tiempo muy notorios soltar oráculos que nos hacen dudar seriamente de su cordura.

Ciceron dice cosas muy interesantes en su tratado “De Senectute”, en las que se puede coincidir sin problema alguno. Por ejemplo deja claro que la vejez implica deterioro físico, pero no necesariamente intelectual. En nuestro tiempo ese deterioro es algo menor y la edad fijada por el romano para la vejez, en torno a los sesenta años, queda ampliamente rebasada en el siglo XXI.

Claro que los espabiladísimos capitalistas se han dado cuenta y pretenden fijar la edad de jubilación hasta los no sé cuántos años. ¡Pero serán hijos de …!

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