Chiclana

Sancti Petri

  • Una visión del pasado, presente y futuro del Castillo y la antigua península almadrabera

Cuando se habla de Sancti Petri, algunos foráneos lo relacionan con una moderna urbanización que culmina, hoy por hoy, la parte urbanizada de la Barrosa. Los chiclaneros no tenemos duda alguna cuando hablamos de ese poblado situado detrás del Molino, que primero fue hotel, luego cuartel de los civiles y luego una ruina incomprensible.

Sancti Petri está siempre contemplando amorosamente el Castillo que algunos denominamos de Hércules y otros refieren como el escenario inspirador de la Atlántida. Siempre me he negado a despertar del sueño infantil de que en aquel islote estuvo el héroe mitológico sosteniendo las columnas que dan belleza y sentido al escudo de Andalucía.

Sea como fuera, lo que es seguro es que allí les dimos pal pelo a los franceses y eso tendrá siempre para mí un vehemente mensaje libertario, con el que tan identificados nos sentimos los gaditanos. Y ahí sigue, enfrente, manteniendo una impostada altivez, alumbrando con su faro a las embarcaciones que se aproximan al camino de Cádiz y perdurando como referente de mitos e historias imaginadas.

Siempre hemos mantenido los chiclaneros una pugna soterrada con los cañaíllas acerca de la propiedad del mismo. Es cierto que está inscrito en el correspondiente registro como parte de San Fernando; pero desde La Isla no se ve. Se ve desde La Barrosa y desde esta playa nuestra los chiclaneros lo han contemplado millones de veces mientras se enamoraban. Sorprendentemente, hace unos años ha sufrido una transformación difícil de entender.

Sus viejos muros, la piedra ostionera, su historia toda han sido encalados. Parece que los ayuntamientos contendientes escenificaron un fumado de pipa aparente y no se les ocurrió otra cosa. Yo me enteré en Roma, visitando precisamente el Templo de Hércules Olivario y me llené de nostalgia. El Heracles de la mitología griega, el hijo de Zeus y Alcmena, el que mató al león de Nemea, a la hidra de Lerna, el que capturó el toro de Creta, nada menos. ¡Santo Dios! Aquello parece una venta, un cortijo, un chalé hortera, nada que recuerde la grandeza de su significación histórica y sentimental. Cómo será, que Hércules ha huido escandalizado y purga su humillación a las puertas del poblado de manera grosera y vergonzante, con desproporcionada expresión de vana hombría. Hoy Sancti Petri es un recoleto puerto cuya pequeñez, sosiego y encanto quedarán mucho tiempo garantizados -lo que son las cosas ... - por la lenta maraña administrativa que impide por el momento que allí se construyan moles de humanos hormigueros y a la que, por esta vez, habrá que aplaudir. Cuando yo era niño había en Sancti Petri una almadraba (El Consorcio Nacional Almadrabero) y el hoy desierto pueblecito era una animadísima aldea, donde vivían temporalmente más de un centenar de familias, muchas venidas de otros pueblos costeros de Cádiz y Huelva.

Tenía una plaza como de juguete, con cinco o seis puestecitos, una leve iglesia y un patio común, equidistante entre el muelle grande y el de piedra, frente a la tienda de Paco la finca, donde alguna vez se organizara un baile y donde las noches de verano se improvisaba un cine, al que acudían pescadores y veraneantes provistos de sus sillas, pipas y piñones. En la época de la pesca del atún, la factoría de Sancti Petri cobraba una actividad frenética. En los atardeceres acudían los barcos para desembarcar los grandes pescados en unas vagonetas que llevaban los atunes apilados hasta la fábrica.

El espectáculo de la pesca del atún constituye un auténtico regalo para la memoria, al que nos aferramos los chiclaneros y que quedó, gracias a Dios, para siempre reflejado en la película La Niña de la Venta, que yo vi rodar cuando era chico y que muchos conservamos como una reliquia. Durante mucho tiempo, frente a la casilla de los carabineros, estuvieron humilladas en la playa un centenar casi de aquellas grandes anclas, llenas de impotencia y de nostalgia, tan lejano el tiempo en que protegían los orgullosos barcos del impetuoso flujo egoísta de la mar. También mucho tiempo quedaron en la orilla, junto al muelle, grandes y pequeños barcos que los carabineros interceptaban con contrabando. Me impresiona su recuerdo, tan negros, monstruosos algunos, varados como en un fantasmagórico cementerio, sobre los que temerosos nos asomábamos y que fueron descarnándose y declinando su arrogancia a fuerza de oleaje y de salitre. Entonces era muy frecuente el contrabando, gracias al que sobrevivió mucha gente. Y el estraperlo. Recuerdo cuando llegaban a casa de mi abuela, Tránsito La Naca, La Sorda y otras mujeres que nos hicieron la vida más grata con el Nescafé, las chocolatinas, la crema Pons, los caramelos de goma, las medias de cristal y los "conjuntos" de lana que tanto apreciaban las muchachas.

A Casa la Justa se iba a comprar Chester y chicle Bazzoka y salíamos mirando de reojo para arriba, por la calle que subía al castillo, donde estaban las mujeres malas.

Desde Sancti Petri, caminando por la orilla de Lavaculos hacia la Barrosa, pasada la deliciosa playa del Espigón, están las rocas, sin duda el sitio que más adoro de mi pueblo y el lugar donde más libre pueda sentirse nadie. Allí solo manda el oleaje, que generosamente te deja percibir su grandeza con su dulce bajamar u ordena su sosiego subiendo poco a poco la marea. En su microcosmos, entre sus laguitos, por entre sus minúsculas cascadas, miles de cangrejos, doraditas, mojarras y camarones disfrutan de una paz indeclinable jugando con las algas y la espuma. Casi indeclinable, porque los domingos, una legión de niños y no tan niños, sin respeto, insensibles y odiosos, se adueñan de las rocas con cubos, cangrejeras, cinceles y martillos, sembrando el terror y la muerte. Cuando abandonan el campo de batalla, enseñan como trofeos las aterradas mojarritas, a las que dejarán morir poco a poco para nada.

Dejarán el sensacional universo de las rocas lleno de latas, plásticos y patitas amputadas de cangrejos, que se arrastrarán mutilados hasta que la mar se los lleve para que mueran en su casa inmensa. En las rocas , queridos lectores, no pueden construir los especuladores. Cuando se sienten en ellas, si Dios lo quiere, conseguirán sentirse tan llenos de alegría y libertad como esa vulnerable doradita que fugaz y delicadamente acaricia los pies de quienes la contemplan.

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