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Crónicas del retornado

Reyes del Mambo

Hay reyes de muchas cosas, porque ser rey de algo quiere decir que eres el mejor, el baranda, el que corta el bacalao, el pichichi…

Por ejemplo Dámaso Pérez Prado fue el rey del mambo, y eso lo reflejó Carles Mira en su película de 1989, con Charo López, José Luis López Vázquez y otros estupendos actores. Pero el auténtico rey del mambo fue él, Pérez Prado. Cuando alguien se cree el rey del mambo, es que se cree la leche, el no va más. La osada capacidad de autoproclamarse rey del mambo está al alcance de todos los bolsillos, cualquier pobre individuo puede hacerlo, so pena, claro está, de que se lo tomen a cachondeo y hasta que, en el peor de los casos, acabe manteado, como le pudo suceder o le sucedió al famoso enano de la venta.

El rey de la carretera es una canción de “Ecos del Rocío”, que trata de los nocivos efectos del alcohol al volante, todo un drama. Reyes de la carretera sigue habiendo, unos imbéciles peligrosos, tan creídos como los del mambo. Los imaginarios o fantaseados cetros y coronas siempre son peligrosos, tanto para el que se los arroga, como para quienes tienen la desgracia de toparse con el sujeto en cuestión.

Hay reyes del “glam” (Loquillo de Getafe, Fangoria, Mago de Oz…), del rock, como fue Elvis Presley, del Reggaeton, miserable reinado de ese aborrecible estilo pretendidamente musical, y también rey del cachopo, que finalmente acabó en el talego, porque resultó ser un delincuente de lo más notorio.

Es que, al parecer, la realeza y la delincuencia no siempre andan muy distantes.

Claro que los reyes auténticos nada tienen que ver con esos monarcas espurios. Los reyes reyes lo son por sangre y por herencia y lo normal es que su monarquía proceda de origen divino, como el poder de aquel dictador que fue “Caudillo de España por la Gracia de Dios.”

Por ejemplo, los reyes de España, los Borbones, proceden de una familia estupenda. Dejando atrás a los primeros, que instauraron su poder gracias a una guerra civil, la Guerra de Sucesión, cuyos benéficos efectos aún perduran en algunas regiones españolas, como Cataluña (y perdonen los catalanes lo de “región”), vayamos a sus dignos sucesores.

Carlos IV, cuya efigie perpetuó estupendamente Goya en su retrato de familia, regaló España a Napoleón Bonaparte, tras haber entregado el Gobierno al muy estimable señor Godoy. ¿Y su hijo Fernando, designado por el propio Emperador? El “rey felón” agradeció a los españoles su apoyo para el retorno cargándose la Constitución de 1812, restaurando la Inquisición y provocando el exilio o el encarcelamiento de unos cuantos miles de españoles. Claro que su oscuro testamento trajo consigo la Primera Guerra Carlista y colocó en el trono a Isabel II, una prenda de señora, que Valle Inclán ha celebrado como se merecía. Entre otros méritos, vida privada a parte, Doña Isabel tapó sus vergüenzas desencadenando la I Guerra de África, cuyo brillante resultado todos conocemos. Su reinado también tuvo un final excelente, ya que hubo de liar los bártulos y largarse con viento fresco.

Su hijo Alfonso la sucedió del modo más legítimo: derogando la I República merced al pronunciamiento del General Martínez Campos y negando la total soberanía del pueblo. Su apasionado romanticismo en nada desmereció del de su mamá, porque dicen que fue bastante putero. Claro que su hijo póstumo, que fue conocido como Alfonso XIII, no desmereció en nada la reputación paterna. En su reinado se logró declarar la Segunda Guerra de África y se perdieron las últimas colonias españolas. Don Alfonso también tuvo que salir por pies de España, igual que su abuela doña Isabel.

Como se ve, una familia excelente, merecedora del amor y agradecimiento de sus amados súbditos.

Ya sé que me repito una barbaridad, que me pongo muy pesado escribiendo de cosas ya sabidas, pero es que no viene mal refrescar la propia memoria y la de un pueblo aquejado de amnesia crónica.

Por estas fechas están corriendo ríos de tinta en torno a la tocata y fuga del Rey Emérito, pintoresca figura que evoca merecimientos. Un profesor emérito es, sin duda, una persona honorable. Sin embargo la honorabilidad de este Borbón está en claro entredicho. En un alarde de cinismo, numerosas autoridades políticas y de otras índoles, se agarran a la presunción de inocencia para sacudirse de encima la papeleta. Otros nos inclinamos más por la presunción de indecencia, que creo fundada en algo más que indicios.

Lo más asombroso es que ahora parece que nos desayunamos sobre los actos presuntamente delictivos de Juan Carlos, cuando sus andanzas son conocidas desde hace mucho tiempo, si bien meticulosamente tapadas por unos y por otros, so pretexto de mantener los equilibrios democráticos establecidos en la Constitución.

¿Qué equilibrios? Y, sobre todo: ¿a quién favorecen? Podemos encontrarnos en el momento oportuno para que los ciudadanos decidamos libremente y sin antiguas presiones el modelo de Estado que preferimos.

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