Pablo-Manuel Durio
El autobús populista de Cádiz
Cádiz/El 10 de diciembre del año 1898 se firmaba en París el tratado que ponía fin a la guerra hispano-estadounidense, acuerdo que suponía de hecho la declaración de independencia de Cuba, así como la entrega de Puerto Rico, Filipinas y Guam a Estados Unidos. Terminaban así años de una dolorosa contienda entre los independentistas cubanos y el ejército colonial español. Desde poco antes, las tropas españolas comenzaron a regresar, convirtiéndose el puerto de Cádiz en uno de los designados para el desembarco de estos repatriados.
De entre estas primeras expediciones, la prensa de la época destacó la del vapor correo Montserrat como “de todas las llegadas de Cuba, es ésta la más dolorosa”, causando su llegada y desembarco un gran impacto en la sociedad gaditana del momento.
El vapor correo Montserrat era propiedad de la Compañía Trasatlántica y sería el primero de muchos que fueron llegando al puerto gaditano entre comienzos del mes de noviembre del año 1898 hasta la primavera de 1900. La historia de su penoso periplo aparece detallada en las páginas Diario de Cádiz, aportando precisos datos tanto sobre los avatares del viaje como del numeroso y singular pasaje que condujo desde los puertos cubanos de La Habana y Gibara, hasta Cádiz, lo cual nos permite conocer la triste realidad del embarque de más de un millar de soldados enfermos de gravedad en el puerto de Gibara y el gravísimo estado en el que llegaron muchos de ellos, los que lograron sobrevivir a una travesía que se prolongó durante dos semanas en unas míseras y duras condiciones.
La travesía que acabará por convertir al Montserrat en buque hospital comienza el 24 de septiembre de 1898. Ese día sale de Cádiz con destino a La Habana, puerto donde llegó, el 9 de octubre. Poco después, el día 13, reciben la orden de ir al puerto de Gibara, población que estaba en poder de las tropas cubanas y norteamericanas. Al llegar a Gibara, se le da noticia al buque de que estaba designado para servir de hospital militar, debiendo embarcar a cuantos soldados enfermos les fuera posible para repatriarlos a España.
El 15 de octubre empezó el embarque de tropas, tanto los enfermos que ya estaban en este puerto, como todos aquellos que se pudieron traer desde la cercana población de Holguín, de cuyo hospital militar procederá la mayoría de los soldados enfermos repatriados en el Montserrat. La existencia de una línea férrea entre Gibara y Holguín fue determinante para la evacuación de estos soldados, aunque era un ferrocarril con pocos vagones y que no hacía más de dos viajes al día, lo cual hizo interminable la operación de traslado y embarque, pese a la necesidad de hacerlo en el menor plazo posible debido a la gravedad de muchos de ellos. Una vez en Gibara el embarque lo hacían en grupos de 300 o más soldados, en grandes lanchones.
Sobre el doloroso estado en que llegaban estos jóvenes al Montserrat las referidas crónicas periodísticas son muy elocuentes: “…más que soldados parecen restos de algún naufragio (…) sucios, hasta la exageración, demacrados en grado increíble…”, “…todos iban en estado deplorable, semidesnudos y en un grado de desnutrición que asombraba. Algunos estaban casi agónicos y tenían que ser subidos a hombro…”. De hecho, muchos ni siquiera pudieron sobrevivir a su traslado desde Holguín a Gibara “…los en gravísimo estado por la disentería o el paludismo vienen en gran número y mueren antes o en el momento de entrar a bordo, sin que sea posible ni aún identificarlos…”.
El Montserrat partiría del puerto de Gibara con destino al de Cádiz el 19 de octubre con un total de 1.498 pasajeros, la gran mayoría de ellos (1.219), eran “cabos, cornetas y soldados” enfermos. Entre ellos se cuantifican más de 800 los soldados que parten con enfermedades de gravedad. Regresaban además entre los pasajeros un nutrido número de jefes y oficiales del Ejército y la Armada, en algunos casos acompañados de sus familias “…y otras muchas señoras esposas y viudas de militares…”. También fueron embarcados un gran número de fusiles, pólvora y archivos militares.
La travesía fue penosa, ya no solo por las adversidades propias de la mar en aquella segunda quincena del mes de octubre, con fuertes vientos y mala mar, sino sobre todo por las numerosas defunciones entre los repatriados, hasta un total de 96 en las dos semanas que duró el viaje. Una elevadísima mortandad que da idea de la gravedad de las enfermedades que ya sufrían al subir a bordo. Todos los fallecidos, como era costumbre, recibieron sepultura en el mar. A estos 96 habría que sumar otros 7 que fallecieron desde la noche del 1 de noviembre hasta la mañana del día 2, durante la entrada y fondeo del buque en la Bahía de Cádiz.
Eran las cinco de la tarde del martes primero de noviembre cuando el vigía encargado de anotar las entradas y salidas del puerto gaditano divisaba al vapor correo Montserrat, con anticipación a lo acostumbrado por lo despejado que estaba aquel día el horizonte y ajeno, sin duda, al terrible sufrimiento que éste portaba. En torno a las siete, ya de noche, doblaba la punta de San Felipe y desde el puerto se divisaban sus llamativas luces eléctricas. Por precepto legal no se podía dar entrada en el puerto a los buques que llegaban una vez puesto el sol.
El Montserrat durante la noche varió su fondeadero, atracando definitivamente en Puntales, cerca de Matagorda, donde la Compañía Trasatlántica tenía su dique e instalaciones, un lugar en principio alejado del muelle de Cádiz, donde habría de desembarcar la mayor parte del pasaje, pero cercano para los soldados más graves que serían llevados a las instalaciones sanitarias que la Trasatlántica había dispuesto en el castillo de Fort Luis, en la isla del Trocadero (Puerto Real), además de ser éste un lugar más abrigado y seguro dentro la bahía, en una mañana que según las fuentes estaba desagradable y fría, con fuerte marejada del Noroeste, unas condiciones nada propicias para una exposición prolongada en el mar de los soldados más graves durante su traslado.
A las seis y media de la mañana partió del muelle de Cádiz una embarcación que conducía al Montserrat a autoridades militares y sanitarias. Dos horas más tarde y tras realizarse la necesaria desinfección del barco con cloruro de cal (sobre todo los sollados y las enfermerías) y quemarse gran cantidad de ropas y colchonetas, los médicos permitieron que el resto de autoridades que aguardaban subieran a bordo. Diario de Cádiz describe el terrible panorama que se encontraron al subir al Montserrat:
“No podía presenciarse el cuadro que éste ofrecía sin sentirse conmovido. A derecha e izquierda, en la proa y a popa, en la parte baja de ésta, había una población de esqueletos vivientes, que apenas se movían, insensibles a todo, unidos entre sí y como si pretendieran buscar unos con otros el calor de que estaban precisados y que ninguno podía prodigarse (…) venían sucios, muchos de ellos con la cabeza descubierta, largo el cabello y crispado como si quisiera desprenderse del casco que lo sustentaba. Otros se cubrían la cabeza con las mantas, se arrellanaban en un rincón y allí parecían quedar dormidos o aletargados por la fiebre”.
Éste era el aspecto que ofrecían los soldados más sanos que venían a bordo. Los más graves se agrupaban en las improvisadas enfermerías emplazadas en diferentes espacios del buque, causando una aún más pavorosa vista:
“Las enfermerías ofrecían otro tinte aún más desgarrador. Allí estaban los que ya materialmente no tenían alientos ni para moverse, en una atmósfera imposible de soportar y cuya percepción producía nauseas terribles. En un sitio dos cadáveres de aspecto horripilante; de la litera de más allá se escapaban gemidos de agonía, sin verse a la persona que los exhalaba, y cuyo cuerpo estaba envuelto en una manta; en otras literas nuevos cadáveres hasta el número de siete y, por último, en las demás otros esqueletos que vivían y que de vez en cuando giraban los ojos dentro de sus órbitas, sin expresión ni fijeza”.
A partir de las 10 de la mañana de aquel 2 de noviembre los 200 enfermos más graves fueron desembarcados en Puntales y desde allí trasladados al hospital del fuerte de San Luis del Trocadero (de ellos morirían en apenas unos días más de un centenar), mientras que los restantes desembarcaron en el muelle de Cádiz, lugar donde se había congregado expectante un gran gentío para presenciar el regreso de aquellos jóvenes, y donde fueron recibidos por las autoridades locales. Desde allí “unos en coche, otros en camillas y algunos andando, los menos, fueron conducidos al Hospital Militar y al Cuartel de Candelaria”, terminando el desembarco con los fallecidos, escena que según la prensa: “ha producido impresión tristísima en el vecindario. Muchas mujeres que la han presenciado han sido atacadas de síncopes.”
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