Cádiz

El espejo roto

Una vecina de Santa María, como historia, y el turismo, como futuro.

Una vecina de Santa María, como historia, y el turismo, como futuro. / Lourdes de Vicente

Cádiz comenzó a romperse el día en el que acabaron los contratos para el astillero, el día en el que la tabacalera acabó en la bolsa, el día en el que la aeronáutica quiso crecer pero ya no tenía espacio para ello en la ciudad en la que nació. Cádiz comenzó a romperse el día en el que por primera vez un barco de pesca ya no salió más a la mar.

Vivimos de sueños. Soñamos con tener una familia, trabajar en lo que nos gusta, viajar, ser famoso o no tener problemas. Cádiz también vive de sueños. Cada vez más. Y de la nostalgia de un tiempo pasado.

La ruptura de ese tiempo de esplendor no tiene una fecha concreta. Ni un motivo que diese el pistoletazo de salida a nuestra decadencia. Podría ser el final del comercio con América, la marcha de los emprendedores europeos que trajeron sus apellidos y su dinero a esta pequeña ciudad del sur. Podría ser la primera crisis institucional en la que Cádiz ya no tuvo un papel relevante. Podría ser la dictadura. El final de nuestra industria. El éxodo de buena parte de nuestra clase media y la marcha de la alta. Puede que fuese el día en el que muchos acabaron por conformarse con lo indispensable para sobrevivir y dejaron a un lado ese ADN emprendedor que la ciudad tuvo en un pasado no tan lejano.

Todo ello ha ido conformando un relato con páginas en gris que han acabado en el capítulo del Cádiz de 2018. "Aún no hemos tocado fondo", me decía esta semana un destacado activista social de la ciudad. "En estos años de crisis muchas familias han tenido el colchón de seguridad de sus padres y madres que sí han podido disfrutar de un trabajo estable, especialmente en las viejas industrias de la ciudad, y que disfrutan de una renta suficiente para vivir. Pero no pasará lo mismo con la siguiente generación. Ellos no tendrán ese colchón". Y entonces, dice, nos iremos aún más abajo.

Leer la colección de Diario de Cádiz, que es la memoria de la ciudad de los últimos 151 años, nos lleva a crisis sociales, políticas y económicas que nos son cíclicas. El mismo periódico nacía en 1867 en una ciudad sin rumbo. Ya entonces habíamos perdido la referencia pasada. Y las turbulencias de la vida española no ayudaron a fijar unos pilares para el nuevo desarrollo. Una revolución industrial tardía y mal planteada, la guerra de Cuba, la Guerra Civil, la dictadura, la crisis de los 70 y 80...

No nos vayamos más atrás. Retrocedamos cuatro décadas, a la década de los 70 del pasado siglo. Estamos en el punto más boyante de nuestra economía en todo el siglo XX, tras el boom de los años sesenta. Una sector pesquero floreciente y una industria pública que daba trabajo a miles gaditanos. Un sueldo asegurado y, en muchos casos, bien remunerado, que permitía gastar más allá de la supervivencia, de lo que se beneficiaba el comercio tradicional.

Una imagen casi idílica, en un ambiente hostil al vivir en una dictadura, que ocultaba los primeros síntomas de una enfermedad que, años más tarde, comenzará a carcomer a toda la sociedad, y con ello, a la propia ciudad.

No supimos aprovechar estos tiempos de cierta abundancia para poner las bases de un Cádiz renovado. Las empresas públicas y la pesca daban trabajo a miles de gaditanos, y los miles de hijos de estos miles de gaditanos apostaron su futuro, en su mayoría, repitiendo los pasos de sus progenitores.

Curioso. En mayo de 1968 el entonces alcalde José León de Carranza (alcalde franquista) decía a este periódico: "Cádiz no es el ombligo del mundo. Tiene una feliz posición geopolítica pero ya no es tan buena posición geoeconómica. Por eso mi teoría de la especialización de la juventud y no del peonaje con grandes fábricas". Curioso porque a pesar de tener la capacidad de control de todo el proceso educativo y formativo de los españoles nada se hizo sobre ello y sí, por el contrario, se propició este peonaje que, con la crisis industrial, acabó con los entonces jóvenes en el desempleo.

Así el castillo de naipes de la ciudad comenzó a desmoronarse cuando Marruecos metió a la pesca en crisis y cuando se iniciaron las terribles reconversiones en astilleros, y cuando la tabaquera se marchó a la Zona Franca sin que nadie pudiese suponer que se iniciaba el principio del fin de la empresa más antigua de Cádiz.

La falta de trabajo, a la que la iniciativa privada no pudo o quiso responder, empobreció a la ciudad. Y de pronto un problema endémico, el de la vivienda, se convirtió en uno de los principales de una ciudad sin dinero para comprarse un piso. La infravivienda ya estaba en los titulares, trasladando una imagen interna y externa que rozaba el subdesarrollo social.

Esta falta de trabajo, esta falta de una vivienda digna, abrió las puertas al éxodo de muchos gaditanos. Empezaron por marcharse quienes no tenían estos problemas pero buscaban una mayor calidad de vida en las nuevas zonas residenciales de la Bahía. Y después se fueron los que no tenían trabajo .

En un cuarto de siglo hemos perdido un cuarto de nuestra población. ¿Quién soporta este descalabro? De un máximo cercano a los 160.000 vecinos a poco más de 118.000. Un sociedad cada vez más envejecida, donde los mayores ganan en número a los jóvenes y donde se cierran colegios. ¡Qué duro para una sociedad ver clausurado un centro educativo!

Llegamos así a la tormenta perfecta: desaparecen las empresas públicas que sustentaban a buena parte del empleo; no se plantea un plan económico alternativo; no hay proyectos privados capaces de sustituir al dinero estatal; el problema de la vivienda social se agrava, sin apenas suelo para levantar nuevas promociones; comienza un éxodo de población que va desde la clase baja a la alta, con lo que el comercio tradicional pierde a buena parte de su clientela. A ello se le une la ausencia de un referente que sea capaz de liderar la revolución que necesita Cádiz. Ni político, ni vecinal, ni público, ni privado. Por perder perdimos a nuestra Universidad, desperdigada por toda la provincia. Con cientos de familia viviendo, además, de las ayudas sociales.

Asumamos el riesgo de reflejar una visión global del Cádiz de 2018, sin tener en cuenta las individualidades. Nos quedamos con una ciudad con buenas maneras, que recibe bien al visitante, que es capaz de afrontar retos si estos se circunscriben el ámbito de los sentimientos (Carnaval, fútbol, cofradías), y que es capaz de sobrevivir con lo mínimo. Sólo quienes buscan crecer lo hacen con esfuerzo en esta tierra o acaban marchándose.

Esa es la ciudad, una parte de ella, que se refleja en sus propios gobernantes.

Y aquí llega José María González, Kichi. De la Viña. Carnavalero. Cofrade del Nazareno. Amante de la Caleta y de su playa. Estudiante de Filosofía y Letras frente al parque Genovés... Un carné de identidad con ADN puro de Cádiz que no han tenido otros alcaldes (buenos y malos). Hijo de padre y madre con callos en las manos. Lo pone una mayoría en el sillón de Fermín Salvochea. No debe llamar a sorpresa, porque una mayoría se refleja en él. Producto de la tierra, producto de una ciudad en crisis. Uno de los nuestros, dicen.

Frente a él, la ciudad en crisis pero con una esperanza. Ahí está el Cádiz que asume que hay que tirar para delante y esforzarse. Que es capaz de invertir en pequeñas empresas o negocios originales, que agudiza su ingenio. Gente que apuesta por su formación. La ciudad que cada vez tiene un papel más relevante en el turismo nacional y extranjero, a la vez que atrae a inversores que compran aquí su segunda residencia porque ven que Cádiz tiene algo especial. La hostelería se renueva y el pequeño comercio se moderniza. Una visión positiva, necesaria, que aún choca con un muro: su déficit industrial, aquel que nos dio miles de empleos y riqueza. Sin esta pata, seguiremos cojos.

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