Las crónicas de Cádiz (Cap. LXXXV)

Resumen capítulo anterior: Diego estaba dispuesto a descubrir la verdadera personalidad de Matamoros, un hombre que alardea de patriota pero actúa como un traidor. Aprovechando el ruido de los bombardeos y que el cubano se encontraba en el puerto, entra en su habitación y reconoce un paquete envuelto lujosamente debajo de la cama.

Las crónicas de Cádiz (Cap. LXXXV)

10 de diciembre 2011 - 01:00

Aquella mañana en que los cielos abrumaban con esta luz que solo se da en Cádiz ni siquiera los asiduos bombardeos me levantaron de la cama. No había tenido un momento desde aquella noche en la que escribí por última vez mi diario para entrar en el cuarto de Matamoros y descubrir, por fin, qué había guardado con tanto esmero en aquel paño de terciopelo verde.

No tenía prisa por ir a la redacción y había decidido que en estos días dejaría zanjado el tema del cubano. Me trastornaba tanto, me causaba tal desasosiego la desconfianza que crecía en mí respecto a este hombre, que le había seguido en algunas ocasiones, con el propósito de encontrar el motivo que le hacía tan sórdido y extravagante.

La carta del doctor Villarino inserta en el Conciso de este mes de abril pasado, dirigida a los hombres sensibles sobre los escarnios y abusos que se están cometiendo en el hospital de San Carlos, ha causado una gran conmoción en la ciudad. Y pese a que he ofrecido a Carreño la posibilidad de ir yo mismo a investigar qué está ocurriendo y quién se está haciendo rico a costa de las necesidades de los más pobres, juro que mi obsesión por Matamoros me impide dedicarme, como en otro tiempo ha sido, a mi profesión de escritor.

Y la verdad es que el tema del hospital de San Carlos ha sacado el lado más generoso de los gaditanos. Ayer mismo, en el café de las Cadenas, se recogieron por los suscriptores de este Conciso más de tres mil reales con el propósito de aliviar dichos males, sobre todo al entender el público que los autores de esos impúdicos actos se han levantado enfurecidos contra Villarino. Bendita libertad de prensa que este mismo Congreso ha hecho posible, bendita sea por la posibilidad de que queden reflejadas la necedad y maldad de estos hombres en los que descansa la cura de nuestros soldados heridos. No podrá salvarse así la patria mientras que no haya un castigo ejemplar para aquellos que, de forma maliciosa y negligente, disipan la hacienda pública. He aquí el fondo de nuestros males, la codicia que impide el arreglo de nuestros ejércitos, sin los cuales no podrá expulsarse de nuestro suelo a los enemigos.

He logrado que la casa esté vacía, María y Eduardo han salido a las escuelas. Matamoros se marchó temprano a una de las sesiones de las Cortes; tenía, pues, tiempo suficiente para entrar en su habitación y descubrir lo que hace tantos días me tiene obsesionado. Todo el cuarto estaba impregnado de un fuerte olor: las especias, el tabaco, el perfume y los jabones de olor se concentraban en la habitación cerrada. Sobre la mesa un sobre con un nombre escrito, bergantín Ricardo, Antonio Lavalle, cerrada y lacrada. Junto a la carta una navaja de afeitar y unas tenacillas. Sobre la cama el terno planchado por María preparado. Bajo la cama, en la misma posición en que lo había dejado hacía unos días, enganchado por el extremo a la colcha de hilo, aquel paquete envuelto en verde, rodeado por una tela de terciopelo muy bella.

Tiré con cuidado y saqué el bulto con suma preocupación. Sabía que al abrirlo y mirar lo que había en su interior no había vuelta atrás. El cordón dorado que lo ataba estaba lacrado, romperlo era dar por consumado mi acto y el cubano tendría muy claro que había violado sus pertenencias. Dudé solo un instante, nunca he pensado en las consecuencias de mis actos. Si lo hubiera hecho en ocasiones, la vida no me habría llevado a situaciones tan graves y peligrosas. Rompí el lacre y comencé a desatar el cordón que sujetaba el paño. Cayó sobre la cama mientras mis manos sudaban y mojaban la preciada tela. Lo que había dentro era blando, sin aristas ni bordes duros y esquivos. Fui destapando suavemente aquel paquete que me había tenido obsesionado y apareció ante mí con la fuerza y la ira de un millón de balas. No entendía qué hacía entre las pertenencias de Matamoros aquel estandarte francés confeccionado en seda encarnada y azul, bordada en hilos dorados el águila imperial, símbolo de los ejércitos franceses en combate de igual forma que lo fue de las legiones romanas.

No habían acabado mis hallazgos: dentro del rollo que formaba la bandera encontré papeles y cartas escritas en francés, algunas de ellas aún metidas en los sobres y lacradas sin leer, otras manchadas y rotas, más de veinte pude contar a pesar de mi estado de nerviosismo. Lo que tuve muy claro es que todas ellas tenían el sello de la prefectura de Jerez y eso era algo que me lleno de indignación y acrecentó mi curiosidad.

Todo era muy extraño, necesitaba tiempo para leer las cartas y entender porqué un cubano, llegado a Cádiz como redactor de un periódico de La Habana, conservaba guardadas y escondidas cartas del estado mayor francés en la zona ocupada. Entender porqué un estandarte con el águila imperial se guardaba en mi casa como un trofeo de guerra, o más bien como un recuerdo nostálgico de una división que ha perdido una batalla.

Envolverlo todo, atarlo con el cordón, buscar incluso un lacre que sellara el paquete era posible hacerlo, quizás no con el mismo sello, pero podía confiar en que Matamoros no apreciara la diferencia, se conformara con romperlo y todo habría quedado en el secreto que me procuraba el silencio de la casa, el silencio de ese cuarto. Pero hacer eso suponía no enterarme de lo que decían aquellas cartas, conocer verdaderamente el juego del americano, entender sus idas y venidas, sus paseos por los barcos del puerto a horas intempestivas de la noche.

Pudieron más mi curiosidad y la confianza en que tendría tiempo para hacer las dos cosas, en la esperanza de que no iba a echar en falta el preciado tesoro, leerlo despacio, comprobar su contenido y luego devolverlo a su lugar una vez lacrado. Até el paquete metiendo en su interior una toalla pequeña que colgaba en la jofaina, procuré darle el mismo aspecto que tenía. Coloqué el lacre partido de forma que no se desprendiera del paquete y lo situé en la misma posición en que lo había encontrado, enganchando el pico de la colcha en el bulto que sobresalía de la cama. Debía confiar en que Matamoros se conformara con saber que estaba allí. El hecho de que desde hacía dos semanas no lo había abierto y se encontraba en el mismo lugar y modo en que yo lo había encontrado me hizo pensar que no tenía prisa, que era algo que guardaba para alguien, o que, simplemente, lo guardaba para él.

Diego de Ustáriz

Continuará

HOSPITAL DE SAN CARLOS EN LA ISLA

DE LEÓN

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