Cádiz

Las charlas al fresco de Cádiz, patrimonio de la mujer

Mujeres charlando al fresco en el barrio del Mentidero de Cádiz en 1989.

Mujeres charlando al fresco en el barrio del Mentidero de Cádiz en 1989. / Joaquín Hernández Kiki

Ojo a la foto de Kiki. Retrata una tarde de levante en calma en el barrio del Mentidero. No es de ayer, no. Esta imagen mandó en la portada del periódico un día de calor de agosto de 1989. Un día de esos en los que no pasa nada, que son los días en los que puede pasar de todo. Un día de verano, cuando en el verano no existían las olas de calor (hacía calor porque era verano) y cuando colocar una silla en la puerta de casa para ver la vida pasar, si era patrimonio, desde luego, no era de la humanidad, sólo de su cincuenta por ciento. Era patrimonio de la mujer.

Ignoro el origen, desarrollo y códigos de esta costumbre en Algar, en la serranía de Córdoba o en un pueblo perdido de la Mancha, pero en esta ciudad eran ellas la que agitando sus abanicos calados ponían la coreografía a ese espectáculo sublime que es el que ofrece la luz despidiéndose del día. (Aplausos, por favor... que ahora se aplaude).

Ellas en corro, con sus batas frescas de colores imposibles, con sus moños estirados, con sus achaques, con sus novedades, con sus rencillas... Con sus maldades y bondades al filo de la lengua, prestas a enredarse en una conversación que se repetía cada día, invariablemente, porque no existe nada más repetitivo que la cotidianeidad, ni nada más reconfortante que la familiaridad.

Eran familia. Esa otra familia con la que reunirse para dejar morir la jornada. La familia que ofrece el grupo de iguales. El de ellos, estaba en el bache; el de ellas, en la casapuerta.

Yo nunca he charlado al fresco. Tomando como espejo la foto de Kiki, por generación, sería una de las niñas que miran con curiosidad a cámara. Seguramente, me habría acercado a mi abuela a pedirle 20 duros para el cochecito lerén (¡que a nadie se le ocurra, por favor, presentarlo a la Unesco!) o a enseñarle la postilla fruto de la última hazaña al elástico, como quien muestra una herida de guerra.

En el 89 todavía muchos niños jugaban en la calle, muchas abuelas y madres charlaban al fresco y los padres, por ahí andarían. Sí, había hombres que se sentaban a la vera de la mujer uniéndose a la última conversación; sí, estaba el que, incluso, echaba una cabezada al compás del murmullo que se solía ver interrumpida bruscamente por alguna sonora carcajada. Pero eran ellas, siempre ellas, las infalibles.

El gineceo de casapuerta de los barrios de Cádiz. Siempre en verano, siempre a la caída de la tarde, siempre como una estampa sentimental en mi cabeza y siempre generándome tantas preguntas sin respuesta...

¿Patrimonio de la Humanidad? Que lo decida quien sepa qué merece la pena conservar. Si es un bien a proteger, si es que necesita de protección y, sobre todo, ¿qué, exactamente, es lo que se quiere proteger? ¿La reunión? ¿El espíritu de patio de vecinos? ¿La apropiación de la calle? Yo sólo tengo una certeza, un mar de dudas y un puñado de impresiones. Sólo sé que en mi recuerdo las protagonistas eran ellas, siempre ellas. Sólo sé que en Cádiz las noches invitan a pasear. Sólo sé que, entonces, ellas nunca lo hacían solas. Ni en grupo. Sólo sé que un día se levantaron, recogieron las sillas, cambiaron las alpargatas por los tacones, se pusieron a caminar, a la fresquita, y quedaron para charlar alrededor de una tapita en la terraza de un bar. Y, cuando se les apetece, sacan la silla a la casapuerta.

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