tribuna

Historias seculares de la Catedral

  • En la ciudad "emporio del orbe" no hubo poder ni civil ni eclesiástico que se ocupara como es debido de su financiación

  • Si así hubiese sido se habría terminado antes y el legado sería mayor

Al hablar de la construcción de la Catedral Nueva de Cádiz se repite en numerosos documentos históricos y ensayos que, lamentablemente, cuando la ciudad era "la puerta de América", "perla del Atlántico", "emporio del orbe", y por sus calles fluían ríos de oro y plata, no hubo poder civil ni eclesiástico que se ocupara debidamente de su financiación, y que, si ello hubiese sucedido, la Catedral se hubiera acabado de construir mucho antes, estaría mejor terminada y más valiosos serían sus contenidos.

Tanto es así que, iniciada en 1722, la construcción de la Catedral sufrió un gran parón desde 1796 (con la consiguiente degradación de sus piedras en una estructura sin cubrir y junto al mar), tuvo posteriormente un incendio y no se abrió al culto hasta 1838, aunque incompleta, inacabada y con notables deficiencias. Cuando la reina Isabel II visitó la ciudad en septiembre 1862 la segunda torre de la Catedral, la de poniente, se acababa de terminar, y al visitar el templo el obispo D. Juan José Arbolí la invitó a que pusiera la primera piedra de la capilla mayor bajo la cúpula. Un nuevo tabernáculo de mármol, para sustituir al de madera pintada imitando piedra, que la reina apadrinó con una donación de 15.000 duros.

La construcción de dicho tabernáculo, con mármol, jaspes y bronce, la realizó el artista italiano residente en Sevilla D. José Frapolli Pelli (con casa principal en Carrara), siguiendo proyecto de D. Juan de la Vega, que había adaptado al estilo neoclásico el diseño original que hacia 1790 realizó D. Manuel Machuca. En 1865 empezó a montarse en la Catedral, a primeros de septiembre de 1866 se finalizó y el obispo Feliz María Arriete y Llano lo consagró el día 20 de aquel mismo mes. Pero en dicha ceremonia aquel Obispo (singularizado por pedir su cese al Papa en reiteradas ocasiones y estar frecuentemente de visita pastoral por la diócesis) pronunció estas tremendas palabras: "Este tabernáculo que veis aquí, aunque parece concluido, no lo está. Por los donativos de S. M. la Reina, de mi cabildo, del municipio y de muchos fieles, ya pudiera su costo haber sido satisfecho al artista: la quiebra de una Sociedad de Crédito, la depreciación de los billetes del Banco, han reducido en mis manos el valor de las limosnas de mis hijos para tan santa obra. Necesito pagar en breve plazo y no tengo lo que tenía, porque sin mi voluntad ha desaparecido en gran parte". (Manifestaciones que, quien las conozca, ya siempre las recordará cuando mire el tabernáculo gaditano).

Uno de los asistentes a aquella ceremonia era D. Adolfo de Castro y Rossi, ex alcalde de Cádiz, ex gobernador civil de la provincia, afamado historiador y prestigioso intelectual, quien, después de oír aquellas palabras del Obispo "tan afectuosamente atractivas, tan verdadera y amorosamente sublimes y con tan tierna y sencilla humildad", sobre la marcha mandó imprimir una carta abierta a Su Ilustrísima para tener "la satisfacción de no callar lo que siento" (aunque Su Ilustrísima seguramente hubiera preferido menos halagos y más discreción). En dicha carta Adolfo de Castro venía a decir que lo sucedido no era más que la lógica consecuencia de la codicia, de querer tener lo que no se posee (mediante el crédito), del materialismo, de los estragos de la economía política (el engaño del siglo constituido en ciencia), de la pasión inmoderada por las riquezas que mueve a las naciones modernas y que había hecho olvidar la filosofía y las tradiciones seculares de la Iglesia. Pero Adolfo de Castro con aquellas palabras se estaba refiriendo no solo a la situación económica del Obispado, sino a la situación general que en aquellos momentos estaba viviéndose en la ciudad a causa de la quiebra del Banco de Cádiz, una entidad de gran importancia económica en España, con capacidad para emitir billetes pero que en un momento dado (arrastrado por una crisis internacional y la concesión de algunos grandes créditos sin suficientes garantías) se había quedado sin las reservas metálicas para respaldarlos. No solo los billetes del Obispo en sus manos valían mucho menos, sino también los de todos los industriales, comerciantes y vecinos de la ciudad. Una gravísima situación que trascendió a la calle a comienzos de 1866, que el Ayuntamiento abordó en comisiones especiales y Cabildos extraordinarios a partir del 27 de febrero, que se trató en el Congreso de los Diputados y que hizo intervenir al ministerio de Hacienda. Pero el relevo de las autoridades bancarias, las devaluaciones del papel moneda y la quema ordenada de billetes no solucionaron el problema, que siguió pudriéndose durante años (en tiempos convulsos de la historia de España) hasta la liquidación de los restos del Banco por orden del 30 de agosto de 1872.

Volviendo a la Catedral, lo primero que tenemos que decir es que Doña Justa López Martínez, más devota que acaudalada (que lo era muchísimo), sacó al Obispo de aquel gravísimo aprieto con una donación de 162.500 pesetas-oro (al parecer, lo devaluado del papel-moneda que se tenía para el pago), además de aportar 87.500 pesetas para el sagrario que aún debía construirse para emplazarlo en el interior de dicho tabernáculo. En esta circunstancia debió pensarse que la solución más digna y abordable estaba en un taller de Barcelona y en su novedosa, prestigiosa y económica forma de construir industrialmente objetos artísticos: la fábrica-taller de D. Francisco de Paula Isaura y Fargas.

Nacido en Barcelona en 1824, Francisco de Paula Isaura, como su padre había fundado un taller metalúrgico en 1760, se formó de la mejor manera para su perfección y desarrollo: estudió dibujo, modelado y grabado en Barcelona y luego marchó a ampliar conocimientos a Francia, Alemania, Inglaterra y Austria. Siendo en Francia donde conoció el desarrollo de los procedimientos que había realizado Henri de Ruolz para dar aspecto dorado o plateado a los objetos metálicos mediante electrodeposición de una capa de oro o plata sobre los mismos (la denominada como plata Ruolz, alpaca o metal blanco galvanizado), consiguiendo los derechos para explotar dicha patente en España.

Ya en Barcelona dirigiendo la empresa familiar, el señor Isaura modernizó la maquinaria y mejoró los procedimientos de producción, cuidando expandir su prestigio acudiendo a numerosos certámenes y muestras, nacionales e internacionales, en las que obtuvo premios y distinciones por la variedad y calidad de sus lámparas, vajillas, objetos de decoración y, muy principalmente, objetos artísticos para las iglesias: Mundial de Londres (1851), Universal de París (1855), Agrícola, Industrial y Ganadera de Sevilla (1858), Industrial Portuguesa (1861), Universal de Londres (1862), Universal de París (1867), Aragonesa de Zaragoza (1868) y…, por esas fechas sería cuando le llegó el encargo del sagrario "de bronce barnizado" para la Catedral de Cádiz.

Al parecer, lo primero que hizo el obispo de Cádiz fue encargar al escultor y tallista andaluz D. Juan Rosado, que ya tenía labrado prestigio en Cádiz por los trabajos realizados, para que, según comentario de la época, (copiado por J. Rosetty en la crónica de su Guía) "inventase, dirigiera y ejecutase el sagrario en todas sus partes". Pero como sabemos dónde y cómo se realizó el sagrario, deducimos que se refiere, únicamente, al diseño del mismo. Algo similar a lo que puede leerse más adelante en dicho comentario cuando dice que las tres puertas labradas del sagrario fueron "ejecutadas por modelos" de los escultores D. Miguel Rosado (hijo del "autor" del sagrario D. Juan Rosado) y D. Estaban Lozano, que también creemos que únicamente fueron sus diseñadores. Teniendo conocimiento de que el proyecto general del sagrario fue aprobado por la Academia de Bellas Artes, cuando en el mencionado comentario también se dice que el remate de la obra finalmente no se realizó según lo aprobado por esta prestigiosa institución gaditana.

El sagrario, de bronce dorado, con una altura general de 4,30 metros, se componía de tres cuerpos profusamente decorados, dos octogonales y sobre ellos un manifestador rematado por una colosal corona, como sostenida en el aire por un nublado vaporoso. Por la parte posterior tenía una escalera con barandales para acceder al manifestador con la custodia. Sumándose a esta actuación el rico intelectual y mecenas de la Catedral D. Francisco Javier de Urrutia con otro encargo a la fábrica catalana: Un juego de dos candeleros altos de plan de altar y un crucifijo de bronce dorado de estilo renacimiento español. Todo ello realizado en Barcelona también siguiendo los modelos de D. Juan Rosado.

Este sagrario, el crucifijo y los candeleros se estrenaron en la ceremonia religiosa celebrada en la Catedral el día 8 de diciembre de 1869, día de la Inmaculada Concepción, patrona de España. Debiéndose reseñar, como curiosidad, que todos los miembros del Ayuntamiento de Cádiz asistieron a dicha ceremonia (pero como el año anterior ya había triunfado la revolución "gloriosa" que había mandado al exilio a Isabel II) usando por primera vez una faja con los colores republicanos de la nueva bandera nacional. Siendo el Obispo el que no asistió por encontrarse de visita pastoral.

Por su parte, la fábrica catalana de Francisco de Paula Isaura, como hacía habitualmente para formar los muestrarios de su producción, realizó fotografías de estas piezas metálicas antes de mandarlas a la Catedral de Cádiz, y estas son las que he adquirido recientemente en subasta. Unas valiosas albúminas que, de momento, se tendrán que atribuir a "uno de los mejores estudios fotográficos de la Barcelona de 1869", sin concretar. Un resultado lamentable.

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