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Crónicas del Trienio en Cádiz

Fernando VII en Cádiz

Retrato de Fernando VII del Museo de las Cortes, pintado por Joaquín Fernández Cruzado en 1829.

Retrato de Fernando VII del Museo de las Cortes, pintado por Joaquín Fernández Cruzado en 1829. / Museo de las Cortes

Conforme las tropas del duque de Angulema, sin resistencia alguna prácticamente, ocupaban casi toda la nación, al gobierno constitucional no le cupo otra opción que ir retrocediendo desde Madrid hacia el sur de la Península. A tal fin, llegado a Sevilla el 10 de abril de 1823 y ante el cada vez más inminente peligro, los ministros y las Cortes, previa deliberación de una junta compuesta por el ministro de la Guerra, los diputados militares y algunos generales, decidieron, como medida precautoria, trasladarse con el Rey a Cádiz.

Esta decisión no gozó de la unanimidad esperada, a tenor de quienes creían que era Algeciras la ciudad que debía acoger al Gobierno y Gibraltar al Rey con su familia. Incluso, se hicieron notar aquellos que pensaban que la única solución al problema era de índole política y no militar, dado que las circunstancias en Cádiz eran muy distintas a las de la anterior Guerra de la Independencia. Al negarse Fernando VII a ser trasladado, se originó una violenta situación en la que hubo de habilitarse una solución de emergencia, consistente en declarar al monarca en estado de “impedimento moral”, señalado en el artículo 187 de la Constitución. En consecuencia, se formó una Regencia tripartita provisional que asumió todas las facultades correspondientes al poder ejecutivo durante el traslado del Rey a Cádiz. Así se hizo constar al pueblo gaditano por el jefe político el 13 de junio, poniendo especial hincapié en que todo ello se debía a “la negativa de S. M. a poner a salvo su Persona y las de su Real Familia de la invasión enemiga”.

Al mismo tiempo, fueron llegando a Cádiz los diputados y el día 14 lo hicieron el presidente y secretarios de las Cortes, resaltando la prensa gaditana lo concurrido de la ciudad por esos días, especialmente el puerto, pues “en los semblantes de todos se mostraba la alegría que les causaba ver en esta ciudad a los Padres de la Patria”.

La llegada del Rey

El día 15, a las siete de la tarde, entró en Cádiz Fernando VII entre salvas de artillería y repique general de campanas, cubriendo la carrera tres batallones de la Milicia Nacional y un batallón del Ejército. Aunque el Diario Mercantil refiere que la ciudad había pasado gran parte de la jornada “expectante ante tan novedoso acontecimiento”, decretándose por parte de las autoridades locales que se engalanaran los balcones, parece que el recibimiento fue más bien frío, habida cuenta de que no se dejan traslucir especiales muestras de entusiasmo. Al día siguiente se dio a conocer un decreto, dado antes en San Fernando, por el que cesaba la Regencia y se derogaba la incapacidad temporal del Rey para gobernar.

Comenzaba, por tanto, la estancia de Fernando VII en Cádiz, que se prolongaría ininterrumpidamente hasta el 1 de octubre de 1823, día en el que volvió, de nuevo, a actuar con plenos poderes. No deja de ser curioso observar las dos posturas enfrentadas en la fraseología de la arenga que le dedicó el alcalde, Pedro de la Puente, al recibirlo. Lo que para Fernando VII era un perfecto cautiverio, para los constitucionales gaditanos era solamente “la gloria de guardar Su Real Persona”, y lo que para aquél la invasión de Angulema era una inestimable ayuda, para éstos era “la escandalosa agresión del gobierno francés “.

El comerciante Luis Gargollo, en cuya casa se alojó dos días el Rey. El comerciante Luis Gargollo, en cuya casa se alojó dos días el Rey.

El comerciante Luis Gargollo, en cuya casa se alojó dos días el Rey.

Al día siguiente de su llegada, el 16 de junio, hubo besamanos del Estado Mayor de la plaza, así como de los regimientos de la Princesa, San Marcial, Milicia Activa y también de la Diputación y la Corporación Municipal en pleno. El 17, lo hicieron el cabildo catedralicio y los cónsules extranjeros acreditados en Cádiz. El primer problema que planteó su llegada fue el del alojamiento, a cuyo efecto el Ayuntamiento designó el edificio de la Aduana (actual Diputación Provincial), pero, como quiera que todavía no estaba a punto para tal fin, se habilitó provisionalmente la casa del comerciante Luis Gargollo (calle Antonio López), donde pernoctó dos días.

No era la primera vez que Fernando VII había estado en Cádiz, pues, siendo aún Príncipe de Asturias, con ocasión del viaje que su padre, Carlos IV, acompañado de su familia hiciera a Andalucía, estuvo en la ciudad el 1 de marzo de 1796, donde se pasó revista a la escuadra.

Su Diario

En cuanto a su estancia en Cádiz, aunque, en contra de sus deseos, prácticamente cautivo y sin autoridad alguna en la toma de decisiones, hemos de pensar que debió encontrar un relativo descanso en todo ese ajetreado viaje que realizó desde su salida de Madrid, lleno de contratiempos. Sobre todo, cuando partió de Sevilla, teniendo que aguantar toda una serie de humillaciones, insultos y circunstancias adversas, como así dejó descrito en su Diario al referirse precisamente a esos momentos, en los que no pudo dejar de ocultar su desencanto.

Solía pasar largas horas en la azotea de la Aduana, pues, nada más alojarse en el Palacio, se apresuró a subir a ella “para respirar el aire libre con algún sosiego”, volviendo al día siguiente “a dar los paseos de costumbre”. Se hizo construir una torre de madera a la que casi todas las tardes solía ir como si fuera su única ocupación, lo que dio lugar a que la imaginación popular creyera que, desde allí, el Rey se comunicaba con los franceses por medio de cometas y palomas mensajeras. La verdad es que, con toda seguridad, debió disponer de medios más sofisticados para establecer contactos con el enemigo, en una ciudad donde las comunicaciones marítimas podían permitirlo con más garantías. También hay quienes han visto, en esa actitud suya, una especie de válvula de escape que le permitiera evadirse de una realidad que consideraba impostada y de un pueblo que no mostraba demasiado apego a su persona.

Tomaba notas en un cuaderno verde, que muy probablemente correspondiera al borrador de dicho Diario que luego se publicaría bajo el epígrafe de ‘Itinerario’. Por esas notas sabemos que no frecuentó mucho sus visitas por la ciudad, salvo algún que otro acto protocolario como su discurso para cerrar las sesiones de Cortes (5 de agosto), o algún largo paseo por el recinto urbano, descrito con muchos detalles. Con todo, de entre esos apuntes que tomó, no se trasluce la más mínima observación elogiosa sobre Cádiz, ya fuera cultural, artística o ambiental, como si la ciudad hubiera sido otra cualquiera, sin nada digno de destacar. Tampoco faltó la nota humana, como cuando perdonó a un soldado condenado a muerte por desertor, gesto éste aprovechado por la propaganda liberal para rebatir las opiniones de cuantos creían que “el Rey constitucional de las Españas (sic) no tiene libertad”.

En realidad, Fernando VII, en el fondo seguro de su situación, sabía que su “cautiverio” no iba a durar mucho tiempo, pues, tarde o temprano, esperaba ser liberado. Entretanto, consciente de la debilidad de su propio gobierno, se limitó a ir cumpliendo puntualmente su papel institucional hasta su definitiva liberación el 1 de octubre de 1823, cuando el último gobierno constitucional pactó con las tropas francesas de asedio su salida de la ciudad rumbo a El Puerto de Santa María. Si momentos antes había decretado que respetaría a cuantos participaron activamente en esos años del Trienio, con un perdón general para todos ellos, una vez que se vio libre de sus ataduras constitucionales desencadenó una cruel represión contra los elementos liberales, teniendo la mayoría de ellos que optar por un exilio del que no volverían hasta después de 1833.

Un monarca controvertido

La figura de Fernando VII ha sido una de las más puestas en entredicho a lo largo de la Historia, en parte por su propia ejecutoria y en parte, también, por la dura crítica que toda la historiografía posterior, preferentemente liberal, ejerció sobre él. Por tanto, desde la más estricta objetividad histórica, no resulta nada fácil realizar un retrato certero sobre su persona. Cuestión aparte es la recurrente opinión popular, sobre todo después de su muerte, que nunca le ahorró toda clase de epítetos ( ‘felón’, ‘narizotas’...) no precisamente favorables.

De natural receloso, se da el curioso caso, insólito entre los monarcas españoles, de haber sido despojado de su soberanía en dos ocasiones. La primera por Napoleón, que, tras arrebatársela en los vergonzantes sucesos de Bayona, se la entregó a su hermano José (José I Bonaparte). La segunda tuvo lugar cuando las Cortes de Cádiz, todavía en la Isla de León, acordaron que la soberanía pasara a la nación española, quedando así ello plasmado en el artículo 3 (Título. I) de la Constitución de 1812. El hecho resulta todavía más paradójico, si tenemos en cuenta que dichas Cortes actuaban en su nombre y, además, ostentaban el tratamiento de Su Majestad. Por ello, cuando Fernando VII regresó de Francia en 1814, se negó en rotundo a jurar la Constitución y solo lo haría, forzado por los acontecimientos, el 7 de marzo de 1820 en una España que, por lo adelantado de su sistema político, se situó al margen de la conservadora Europa del momento.

Corpulento, propenso a la gota, ojillos astutos y vivaces, con una pronta alopecia que sus peluqueros no siempre conseguían disimular, su aspecto físico poco agraciado, sobre todo sus facciones, no denotaban una especial nobleza de carácter. De gustos más bien burgueses, amante de la vida sedentaria, comilón y gran fumador de puros habanos, que se los elaboraban en exclusiva, en nada se parecía a su abuelo Carlos III, entusiasta de la caza, o a su padre, Carlos IV, muy aficionado al boxeo y a las artes marciales. Pródigo en amoríos, gustaba de la tertulia y, sobre todo, de los chascarrillos y delaciones, contando con un buen número de confidentes y un eficaz servicio de espionaje. En Cádiz, Museo de las Cortes, hay un magnífico retrato suyo pintado por el artista gaditano Joaquín Fernández Cruzado en 1829.

Solía pasear por las calles de Madrid con poca escolta, parándose a conversar campechanamente con la gente, sufriendo, que se sepa, un solo intento de atentado en 1816. Rebajó la rígida etiqueta de Palacio e instituyó el Consejo de Ministros, que, salvando las distancias, perdura en la actualidad. Asimismo, puso a disposición de los españoles las colecciones reales de cuadros con la creación del Museo del Prado. Murió de apoplejía, a los 48 años, el 29 de septiembre de 1833 en el Palacio Real de Madrid.

De entre las muchas opiniones vertidas sobre su persona, destacamos la del político gaditano José Joaquín de Mora: “Su carácter era tan difícil de definir, que las personas que lo trataron, en una gran parte de su vida, no llegaron a conocerle a fondo”. Pero, tal vez, quien mejor sintetizó todas ellas ha sido el historiador Carlos Seco Serrano: “Un caso único, de difícil - e imposible- defensa”.

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