La firma invitada

Rafael / Lara

Justicia o venganza

EL 'caso' Marta del Castillo, como anteriormente el de la niña Mª Luz Sánchez, ha impactado de forma notable en el conjunto de la sociedad. Y han vuelto a surgir muchas voces pidiendo un endurecimiento de las penas y en particular el establecimiento de la cadena perpetua para determinados delitos. Como la campaña en este sentido está lejos de amainar y encuentra ecos en no pocos medios y "opinadores profesionales", parecería necesario reflexionar serenamente desde la óptica de los derechos humanos.

Sumida en el dolor de la pérdida, y en la incredulidad del circo mediático montado en torno a la misma, podemos entender que la familia reaccione como lo ha hecho, pidiendo el máximo castigo a los culpables y, lo que es más cuestionable, encabezando esa campaña a favor de la cadena perpetua.

Pero la solidaridad que todos sentimos con su dolor no puede llevarnos a compartir ni solidarizarnos con sus exigencias. Ni hace comprensible el apoyo dado a parte de las mismas por parte del presidente del Gobierno o del líder de la oposición.

Comprender y entender no es compartir. Ni los momentos de dolor de las víctimas son las mejores consejeras para la legislación penal.

La reiteración de estas peticiones puede hacernos creer que estamos ante una legislación ampliamente permisiva y totalmente laxa para los asesinos o los delincuentes en general, que salen de 'rositas' tras cometer sus abyectos crímenes. Pero no es así. Las sucesivas reformas penales de los últimos años han llevado a un fuerte endurecimiento de las penas y al cumplimiento íntegro de las mismas en muchos casos… de tal forma que el tiempo de permanencia en prisión se ha duplicado.

Quizás sorprenda que afirmemos que en la práctica la cadena perpetua se aplica ya de facto en nuestras prisiones. En efecto, no son pocas las condenas acumuladas que superan el límite de los 40 años, un periodo de encarcelamiento superior por cierto al de muchos Estados que continúan aplicando la cadena perpetua de forma legal pero en los que son frecuentes los mecanismos de revisión.

Y ello nos ha conducido a un crecimiento exponencial del número de personas presas con una saturación de las cárceles que supera en muchos casos el 200%. Si en 1996, antes de las reformas aludidas, había 44.000 presos actualmente son 74.000 las personas encarceladas. Por ello la tasa de población penitenciaria en España es la más alta de toda Europa, con 161 presos por cada 10.000 habitantes.

¿Puede una muerte por dolorosa que sea (todas lo son) reabrir el debate, modificando nuestro ordenamiento constitucional y acabando con el objetivo de la reinserción? ¿Son necesarios nuevos mecanismos de endurecimiento de penas?

Hechos dramáticos como éstos no son nuevos por desgracia, se vienen repitiendo de forma limitada pero sostenida a lo largo del tiempo desde el inicio de la humanidad. Quizás lo nuevo es el circo mediático que se monta en torno a estos dramáticos momentos, a veces con muy poca o ninguna ética periodística. Y generando además una falsa sensación de inseguridad en la ciudadanía.

Decimos que falsa, porque en España, desde hace años, la tasa de delincuencia es nada menos que veinte puntos más baja que en el resto de Europa. Si fuera por la tasa objetiva de delitos podríamos afirmar que vivimos en uno de los países más seguros de la UE. A pesar de ello, esa sensación de inseguridad artificialmente alimentada, junto a la sana pero a veces mal entendida solidaridad hacia los familiares de las víctimas, hace que muchos ciudadanos se sumen a las peticiones de endurecimiento de penas, llegando a exigir que se instaure la cadena perpetua.

Hay, además, otra percepción errónea de que las prisiones son una especie de hoteles donde se toma tranquilamente el sol, con piscina y pista deportiva. Por el contrario, se trata de lugares de horror, de dolor, con más de 1.000 muertes en su interior en los últimos cinco años, con suicidios que dejan intuir la dureza de la vida en prisión, con denuncias constantes de malos tratos, con incomunicación familiar… Y quienes acaban allí suelen ser precisamente las personas más desfavorecidas de la sociedad, las que la vida les volvió la espalda.

Pero no se va a recuperar al ser querido que se ha perdido, porque en el Código Penal se aumenten las penas, cosa que difícilmente se puede hacer ya. Y, sobre todo, tampoco sirve la cadena perpetua para disuadir de futuros actos criminales. De hecho, como todos sabemos, países con cadena perpetua o incluso pena de muerte (como EE.UU.) son los que mantienen una mayor tasa de criminalidad y de muertes violentas.

Las víctimas y sus familiares tienen derecho al respeto, al apoyo y solidaridad social y a una reparación lo más amplia posible del Estado. Y así deben exigírnoslo. Pero nadie tiene derecho a que la legislación contemple la venganza como filosofía penal, que debe ser desterrada de cualquier sistema civilizado y respetuoso de los derechos humanos.

En definitiva, que los límites temporales en lo que se refiere al cumplimiento de penas, son una exigencia del estado de derecho, de respeto a la dignidad humana, que debe tratar al infractor de las normas de convivencia de una forma distinta a las que él bárbaramente empleó, única manera de ofrecer parámetros de conducta alternativos y verdaderamente ejemplarizantes.

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