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De poco un todo

Enrique García Máiquez

De lujo

LAS aliteraciones dan alas a la literatura, así que lo estratégico habría sido titular este artículo Elogio del lujo. Sin embargo, vengo a hacer todo lo contrario: un vituperio. No se rasguen aún las vestiduras, por favor, que mi crítica no tiene nada que ver con la moral. No hay nada más escandaloso ahora que la moralidad. Manifiesta uno su opinión y le señalan con el dedo: "Eso lo dices… por tu moral", y ya no hay remedio, queda uno como un pervertido. Pero mi vituperio del lujo no responde a la virtud de la austeridad, sino al vicio de la pereza, gracias a Dios.

Tampoco me mueve contra el lujo la situación económica. Mis primeras lecciones de economía las recibí a la sombra de La fábula de las abejas de Mandeville, donde se mantiene que el lujo y la ostentación generan puestos de trabajo. Lo mismo postulan nuestros socialistas, con los planes de esquí de Miguel Sebastián, el "Gastad, gastad" de ZP, la alta costura de De la Vega o la afición por las monterías de Garzón & Bermejo. Yo estoy contra el lujo por pereza y hedonismo. Lo explicaré con un ejemplo. Por nuestra boda nos regalaron una alfombra de seda china. "Esto es una joya", insistían los entendidos, "una maravilla digna de Las mil noches y una: apenas le falta volar". El tarjetón para dar las gracias tuve que redactarlo cuatro o cinco veces, porque nunca quedaba suficientemente expresado nuestro enorme agradecimiento. Al fin, sin que nos terminara de convencer del todo, mandamos la carta por correo exprés, certificado y con acuse de recibo. Tampoco la alfombra en sí nos convencía mucho, pero, en vez de depositarla con cariño en el altillo nupcial, la extendimos en la entrada de la casa, por supuesto. Alguna vez alguno olvidaba que era una joya y decía: "¡Qué fea es la alfombra, jo!" El otro cónyuge, más atento, corría a corregirle: "Sí, pero seda china". "¡Ah! ¡Oh!" Las visitas a menudo la miraban con estupor y entonces nosotros les avisábamos: "Ya, pero agáchate y toca, ¡agáchate!, qué suavidad, ¿eh?" Hace dos días nuestra perra, que como es una teckel también de categoría, de mucho pedigrí, no pudo hacer sus cosas en la alfombrita de Ikea de mi despacho, ni mucho menos en el jardín, con el frío que hace, se fue flechada a por la seda. El disgusto ha sido tremendo. Y con el ataque de nervios, metimos la alfombra en la bañera y la frotamos con un champú Special Care. Ha salido tiesa como un cartón, algo descolorida, pesadísima, menos voladora que nunca. Más fea, no. Si uno repasa el curso de los acontecimientos se da cuenta de lo que llevamos sufrido. El verdadero lujo habría sido una estera de esas que te pinchan hasta con las botas puestas, pero tranquila y rupestre. Entre unas cosas y otras, venimos haciendo el tonto con la alfombra china nueve años. "Pues anda que nosotros -dirían los gusanos de seda, aprovechando que es Carnaval-, nosotros sí que hicimos el capullo".

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