Gastronomía José Carlos Capel: “Lo que nos une a los españoles es la tortilla de patatas y El Corte Inglés”

Encuentros en la academia

inmaculada Moreno Hernández

¿Hay alguien ahí?

¿Hay alguien ahí?, ¿leyendo esto, digo? Intuyo que usted, lector de esta columna, probablemente sea de mediana edad, o (dicho grandilocuentemente) de "edad provecta". ¿Me equivoco? Si lo hago, si usted, lector de esto, es joven, forma usted parte de una minoría selecta. Mi enhorabuena.

Está muy claro: desgraciadamente la gran mayoría de nuestros jóvenes apenas lee. Acostumbrados a los iconos y los emoticonos, ya difícilmente se presta alguno a atender cualquier mensaje que requiera una atención mínimamente mantenida como la que exige una lengua, que es necesariamente lineal. Una respuesta que no sea un rápido click reflejo se convierte para ellos en un auténtico reto. Eso es lo que han conseguido los aparatejos estos tan prácticos (lo digo sin sorna: qué sería de mí sin ellos) que ya han sustituido al teléfono, a la televisión y a la radio, a toda una institución como es Correos, e incluso al papel y al lápiz, al patio de vecinos y al banco del parque. Hoy todo se dice pulsando una tecla y se recibe en un golpe de vista a la velocidad del rayo.

Una compañera de Departamento me comentaba la semana pasada que, tras repartirle el folio con las preguntas de un examen a un grupo de 3º de ESO, el ochenta por ciento de la clase levantó la mano. La demanda unánime era: "¿qué hay que hacer?".

Me enseñaba mi compañera atónita una de las copias repartidas. Las preguntas eran de una claridad meridiana y yo me sorprendí respondiéndole: "Es que está tan bien explicado todo que el enunciado de cada pregunta ocupa dos líneas". Lo vi claramente: muchos de nuestros adolescentes no son capaces de mantener la vista sobre un texto de dos líneas y comprenderlo, han perdido la paciencia necesaria (¿tres segundos?) para leer esa enorme ristra de palabras consecutivas.

Y si esa es la situación ¿cómo pretendemos que nuestros adolescentes lean literatura? La buena literatura precisa aplicación, porque su fundamento es renovar la atención sobre la vida evitando que pasemos por ella de puntillas (no otra es la misión de la literatura y no otra es la misión del arte en general, dejémonos de zarandajas con la belleza).

Desengañémonos, la promoción que ahora está en la universidad ha abandonado la novela de verdad y ahora lee y escribe microrrelatos; y los más líricos están seducidos por esa estrofa de tres breves versos que es el haiku (géneros los dos maravillosos cuando están bien hechos, pero que no pueden copar la actividad literaria de una generación).

Los que vienen detrás, salvo excepciones, me temo que podrán construir complicadísimos robots, pero lo explicarán como hoy lo hacen las instrucciones de Ikea y no reconocerán más emociones ni sutilezas que las que admita el catálogo de emoticonos de Apple o Microsoft.

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