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Relatos de verano

¿Por qué mataron a Jaurès?

MIENTRAS caía la lluvia y Louise entraba en su habitación, Isidro se preguntó qué habría dicho el novelista aficionado Jacinto Servera si hubiera podido observar aquella escena. ¿Era demasiado previsible? ¿O no lo era? ¿Y qué debía hacer él, según la lógica de los hechos: entrar en la habitación de Louise, o declinar la propuesta y volver a su propia habitación en el otro extremo del hotel?

Por un segundo, bajo la lluvia, Isidro pensó en el gesto con que Louise se pasaba el pelo por detrás de la oreja, un gesto que ahora le resultaba atractivo, pero que quizá no lo fuese tanto si lo viera repetido docenas de veces. Pensó en los problemas de estrabismo de Olivier y en las infecciones del oído medio de Claudine. Pensó en el piso de tres habitaciones en la place d'Stalingrad, lleno de plantas que habría que regar y cuidar. Pensó en los días negros en que Louise decía que le entraban ganas de tirarse de cabeza al canal.

Louise volvió a la puerta con un cigarrillo encendido entre los labios.

-¿Todavía estás ahí? -preguntó.

-Me gusta la lluvia.

-No seas tonto, Isidore. Entra ya. Y no tengas miedo. Soy yo la que debería tener miedo de ti, y no al revés. Recuerda que somos las mujeres las que tenemos problemas cuando nos metemos en algún sitio con un desconocido.

Isidro se molestó al oír aquello.

-No soy un desconocido -protestó.

-Entonces pasa de una vez. Estás empapado.

Isidro notó que la lluvia le chorreaba por la frente y las mejillas. ¿Por qué se resistía a pasar? Si uno viajaba, si uno hacía una reserva en una agencia de viajes, no era para ver las ruinas de una ciudad romana ni los mosaicos que representaban una casa de ninfas. No. Si uno viajaba, si uno cruzaba el mundo, era con la secreta esperanza de que alguien a quien acababa de conocer, y con quien uno se lo pasaba muy bien conversando, le invitara a entrar en su habitación de hotel, de noche, cuando caía la lluvia. Se viajaba por eso. Sólo por eso.

-De acuerdo -dijo.

Louise sonrió y se hizo a un lado. Mientras entraba, Isidro imaginó que la sonrisa de Louise se parecía a la sonrisa feliz que Jacinto Servera le había visto a su madre en el restaurante de la place des Vosges, durante aquel viaje en que Isidro Roca -el segundo Isidro Roca- la había invitado con otro grupo de amigos a pasar unos días en París.

-Disculpa el desorden -dijo Louise-, pero en este viaje me he propuesto ser desordenada. Antes de salir de París me dije: "Louise, si te tomas unos días libres, que sean libres de verdad. Nada de puntualidad, nada de ordenar las cosas, nada de dejarlo todo en su sitio. Date un respiro". Y ya ves. Hoy he comido en el pueblo y luego me he echado una siesta. Pues mira, la cama está sin arreglar. Y tampoco he deshecho la maleta. Y hay trastos por todas partes.

Era verdad. Antes de sentarse en la única silla que había en l a habitación, Isidro tuvo que apartar un chubasquero mojado y un neceser y una bolsa de una tienda de artesanía local. Louise se quitó la chaqueta y se sentó en el filo de la cama. Usaba como cenicero un vaso del lavabo. Mientras fumaba, Louise se mantuvo en silencio.

Isidro miró a Louise, que se estaba pasando la mano por el pelo mojado. Si aquello era una aventura, quizá se había equivocado de persona. No estaban en Ibiza. Y Louise no era una de esas mujeres que uno podía olvidar en cinco minutos.

-¿Estás cansada? -preguntó Isidro, incómodo por el silencio.

-No. Ya te he dicho que he dormido la siesta. Y no te quedes ahí parado, Isidore. Hay toallas en el cuarto de baño. Sécate un poco.

A Isidro le molestaron las órdenes de Louise. Además, le irritaba que le llamase Isidore, como el gato de los dibujos animados. Su mente quiso huir de aquella habitación llena de trastos, y se refugió en su pequeño local de reparación, donde tenía todos los aparatos de radio ordenados por marcas y por fechas de entrada, y donde trabajaba en una mesa de herramientas que él mismo se había diseñado. Aquello era su vida, una vida que no era ni mejor ni peor que otras, pero que era suya, y a él le gustaba.

-Ya te arrepientes de haber entrado aquí, ¿eh? -dijo Louise, burlona-. El gato Isidore era mucho más valiente, siento decírtelo.

-No, no es eso. Es que…

-Es que… ¿qué? No intentes disimular. Sé que no soy guapa, o al menos no tan guapa como tú crees que deben ser las mujeres. Tengo 37 años. Tengo dos hijos. Hablo demasiado. Y tengo un trabajo aburrido en el departamento informático de una editorial. No te sientas obligado a quedarte. Si no te sientes a gusto, vete a tu habitación.

Era orgullosa, aquella Louise. Una digna heredera de su bisabuelo minero que murió antes de cumplir los veinte años en la Gran Guerra, porque un imbécil mató a Jaurès en un café de Montmartre y porque nadie quiso hacer caso al loco de Jaurès. Sin saber muy bien por qué, Isidro cambió de opinión: ahora se sentía a gusto allí.

-¿Cómo conoces la historia del tipo que mató a Jaurès? -preguntó.

-Muy fácil. Nuestra editorial publica enciclopedias. Y aunque mi departamento no se dedica a eso, yo también puedo meter las narices en las cosas que me interesan. No fue muy difícil seguirle la pista a ese tío, créeme.

-¿Cómo has dicho que se llamaba?

-Raoul Villain. Era un joven de la extrema derecha que se las daba de esteta. Cuando mató a Jaurès, llevaba en el bolsillo dos páginas de un drama simbolista: El pájaro azul, de Maeterlinck.

-¿Y cómo fue que terminó en Ibiza?

-Porque lo tuvieron en prisión preventiva durante toda la guerra, y después un jurado popular lo absolvió por unanimidad, con la excusa de que las ideas de Jaurès, si hubieran triunfado, habrían impedido que Francia ganase la guerra. Es para troncharse, pero estoy hablando en serio. Aunque no te lo creas, la viuda de Jaurès tuvo que pagar las costas del juicio. Así que Raoul Villain quedó en libertad en 1919. Pero nuestro esteta se metió en un asunto de falsificación de moneda y tuvo que huir de Francia. Pasó por México y llegó a Ibiza en 1932. Y se instaló en una cala aislada de la costa norte, la Cala de San Vicente. A lo mejor la conoces.

-No, no la conozco. Pero supongo que ahora ya es irreconocible. Ibiza ha cambiado mucho.

-Yo estuve allí -dijo Louise-. Y fui a ver su casa. Porque Villain, "el francés de la cala", se construyó una casa. Y muy bonita, por cierto. O sea que en el fondo seguía siendo un esteta, nuestro Villain. El nieto de Gauguin, que también vivía en la Cala de San Vicente, le ayudó a construir la casa.

-¿La gente sabía que Villain era un asesino?

-No, no lo creo. Villain se hacía llamar monsieur Alex. Era muy devoto de la virgen y decía que iba a levantar una capilla en la cala. Y además, no creo que nadie hubiese oído hablar de Jaurès en Ibiza. Muchos de aquellos lugareños ni siquiera habían oído hablar de la Gran Guerra.

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