Pamplona | Séptimo festejo de la Feria de San Fermín
  • Roca Rey se erige en el preferido de la afición navarra cortando tres orejas y saliendo en hombros

  • Alejandro Talavante debió tener premio, pero el palco se lo negó Morante, mermado físicamente, sólo lució en pinceladas

  • Encierro rápido y limpio de los Núñez del Cuvillo

Andrés I de Perú y de Pamplona

Roca Rey, convertido ya en el rey taurino de Pamplona, es paseado en hombros camino de la Puerta Grande. Roca Rey, convertido ya en el rey taurino de Pamplona, es paseado en hombros camino de la Puerta Grande.

Roca Rey, convertido ya en el rey taurino de Pamplona, es paseado en hombros camino de la Puerta Grande. / EFE

LLEGABA el gran día de la fiesta pamplonica, con un cartel que se veía como el más rematado de estos sanfermines y para el que encontrar un boleto era misión imposible. Tres figuras del toreo con ese inca peruano que se ha convertido en ídolo indiscutible de todos los públicos, pero que en Pamplona encuentra su particularísima zona de confort. Y bien que justificó esas expectativas Andrés Roca Rey a través de una tarde más de entrega para establecer una comunión con los tendidos que lo hacen ídolo absoluto del momento.

Y llegaba el gran Morante de La Puebla, que venía de recibir un par de palizas muy seguidas, una en Badajoz y otra en Vilafranca de Xira, pero que quiso reaparecer en Pamplona. Para que no se diga que un artista de su talla rehúye el ruido y las dificultades que presenta la Monumental pamplonesa. Y emparedado en el cartel, un Alejandro Talavante que anda buscando a machetazo limpio reencontrarse con aquel que se fue en los albores de la pandemia.

Para este acontecimiento, seis toros de Núñez del Cuvillo que bajaron ostensiblemente el nivel de presentación y que comparados con los corridos que le precedieron no tenían nada que ver. Toros hasta cierto punto serios, pero que no admitían comparación con lo lidiado anteriormente y que no estaban en consonancia con lo que significa la llamada Feria del Toro.

Pero es que esa justeza de trapío tuvo relación directa con la falta de raza y también de fuerza generalizada. Y como suele ser habitual, el lote con menos gracia le tocó en desgracia a Morante. El primero salió sin querer saber nada de los capotes para que en la muleta apenas ayudase al torero ni al buen inicio por alto. Sosísimo, el llamado Morito impidió que aquello no pasase de esas pinceladas que el cigarrero se saca de la manga. Pinceladas como carteles de toros las que a cuentagotas sacó Morante del jabonero Encumbrado. Y lo cierto es que son pinceladas que justifican una tarde. Y el toro, que mostró bravura en el caballo de Aurelio Cruz, alimentó las expectativas que abrió en el inconmensurable capote de Morante, que cuajó un recital a la verónica. Desgraciadamente, el toro duró poco y entre pincelada y pincelada, la cosa pudo acabar en premio si no hubiera estado tan desacertado José Antonio con la espada.

La tarde fue sin duda alguna de Andrés Roca Rey, con el que el público de Pamplona, no sólo las peñas, tiene una conexión especial. Aquella comunión de los navarros con Miguelín, Galán, Jesulín o más recientemente Padilla la ha heredado este limeño que llena de peruanos por donde va. Y como su toreo encaja a la perfección en la afición navarra, pues ahí están sus números en Pamplona, con una Puerta Grande en casi todas sus tardes sanfermineras. En su primero sacó a relucir su repertorio de valor al completo, enardeció a los tendidos y le cortó las dos orejas al mulato Fargonillo y una, con fuerte petición de la segunda, al colorado Pesadillo. La actuación de Roca Rey tuvo dos caras, con los alardes de valor como argumento de su primera faena y con inteligencia para sacar de los mozos lo que el toro a duras penas podía darle.

Alejandro Talavante pudo desorejar a su lote, pero si en el primero, un jabonero de nombre Asturiano, se atascó con la espada, en el sexto colisionó de frente con la rigurosidad de doña Clara García Valiño, la presidenta. En ambos toros estuvo el extremeño muy por encima de sus rivales, pero al quinto, de capa negra y Ganador de nombre, debió cortarle la oreja. No es que fuera gran cosa la faena, pero sin duda estuvo muy por encima del cuvillo y mientras éste duró hasta tuvo lucimiento con aquellos redondos de rodillas y una serie con la diestra muy airosa. Y como lo mató espléndidamente y el público pidió la oreja, doña Clara debió dársela y no se la dio. Hubiera redondeado una tarde en la que volvió a reinar Andrés I de Perú... y de Pamplona.

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