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El hombre del palo

Introduzcámonos en el edificio en el que se celebra el juicio de Caifás. El reo es el amor, es Jesús

Un nazareno con pértiga de la hermandad del Gran Poder, ayer.
José Chamorro López

24 de marzo 2016 - 01:00

COMPARAR el concepto que sobre el ser humano tenían mientras vivieron entre nosotros Jesucristo y Nicolás Maquiavelo es observar la diferencia que existe entre un "hombre-dios" lleno de optimismo, de amor, de creencia en que es posible la perfección de las personas y subsiguientemente su felicidad, y la de un filósofo que, sin ser dios, ni demonio, se acercó tanto a las cloacas de estos seres vivientes que ya no hubo quien pudiera convencerle de que ese hedor era permanente y específico de ellos, y los adjetivos con los que revistió sus carácter fueron demoledores: "Los hombres son ingratos, veleidosos, cobardes, avariciosos y envidiosos. Estarán contigo mientras tengas éxitos. Te ofrecerán su alma, su propiedad, hasta su familia, pero tan pronto como no les des nada que calme sus deseos, se volverán contra ti."

Nos han dejado introducirnos en el edificio en que se está celebrando un juicio. Es la casa de Caifás. El reo es el amor, es Jesús. A las preguntas del Sumo Sacerdote que intenta condenarle, responde con sencillez y claridad: "Yo he hablado abiertamente en el templo donde concurren todos los judíos, sin secretos, y ahora ¿por qué me apresáis?". Un hombre desconocido, un cualquiera, se erige en ese momento en juez y con un palo cilíndrico de más de 5 centímetros de grosor golpea en el rostro a Cristo fracturándole su apéndice nasal. Además le grita: "¿Así respondes al Sumo Sacerdote?".

Quien posee cualidades eminentes cree que todo el mundo anda en su misma dirección, pero la realidad es muy diferente. La flor se ofrece al viento y este le arrebata la corola, expresión de su belleza. Jesús cree que los que asentían con su cabeza cuando daba sus enseñanzas sobre el amor entre las personas, le habían entregado su devoción, su lealtad, su honor y su fidelidad, sin querer darse cuenta -porque saber, lo sabía- que el ser humano pasa de la palmada en el hombro al palo en el rostro con la misma facilidad con que penetra la lluvia en la más tenue grieta de una cúpula.

El 'hombre del palo' es el de siempre, el que se persigna al pasar por un templo. El que asiste a los oficios sagrados. El que tiene una moralidad como tiene sus atuendos, sabiendo perfectamente que son mudables. El que se muestra tolerante y generoso, siempre que sus propiedades queden indemnes. El que siempre te lo encuentras ocupando un sitio en el 'carro del vendedor'. Porque el profeta, por muy dios único que sea, si no está apoyado en el poder, si está desarmado, termina despreciado y destruido.

Esto es lo que significa el "¡crucifícale!" que la turba pidió a Pilatos. Y si se pudieran recoger las ondas sonoras de los que aplaudieron y exclamaron gritos de júbilo a su entrada en Jerusalén y los que pidieron su crucifixión, nos sobrecogería el comprobar en qué amplísimo porcentaje eran los mismos. Es verdad que entre ellos había gente fiel y creyente, de clara conciencia, que se dieron perfectamente cuenta que en aquellas fechas la Verdad se estaba paseando por las calles de Judea, pero eran tan escasos en número que no podían hacer frente a aquellos que la destruían.

El 'hombre del palo', repito, es el de siempre, el que ante las personas que ostentan el poder se muestra redondo, bota, se contorsiona, hace decenas de genuflexiones y se muestra todo un profesional de la bufonería y el servilismo. ¡Mira a tu alrededor y dime cuántos de ellos conoces! Este tipo de personas eran los pilares que sostenían a Caifás y los que siguen dando asiento a tantos ingratos que, con el turbio velo de una falsa democracia, cubren su fondo de egoísmo, soberbia e ignorancia.

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