En la UCI de Puerto Real

“Gracias por la oportunidad de vivir”

  • Lo que pasa en la UCI se queda en la UCI. Es el trabajo que las familias de los pacientes no ven. Un engranaje de profesionales entregados. Quizás, el menos agradecido del hospital

En la UCI del Hospital de Puerto Real

En la UCI del Hospital de Puerto Real / C.P. (Puerto Real)

No están siendo días fáciles en mi familia. Una septicemia casi acaba con la vida de mi padre, que poco a poco se va recuperando. Sigue en la UCI del Hospital de Puerto Real y no hay que tocar campanas, pero solo oírlo hablar y respirar por sí mismo, es una batalla ganada y da fuerzas para confiar en que siga librando más.

Aquí mismo he contado muchas historias, muchos episodios de hospital y también mucha protesta de sanitarios peleones pidiendo mejoras y la salvación de la sanidad pública. Y aunque siempre soñé con contar mi historia un 22 de diciembre, con ‘El Gordo’ de la Navidad, creo que la de ahora ha sido mejor lotería.

He protestado mucho estos días contra el Hospital de Puerto Real y su política de ‘bunker postpandémico’. Quedarse en la calle, sin una sala de espera, cuando quien más te importa se debate entre la vida y la muerte es difícil de entender. Sobre todo, es difícil de explicar a una mujer (mi madre) que debe irse a casa a esperar que la llamen si hay un empeoramiento de la persona de la que no se ha separado en más de medio siglo. Es mejor así, piensas por otro lado. Intentas convencerte de que los hospitales a veces son una feria y no hay quien descanse ni trabaje bien.

Al final, se aprende que lo importante es lo que pasa dentro y a confiar en las manos de quienes sí pueden hacer algo por él. Estaba en las manos de una chica joven, una intensivista con un nombre que ni tan siquiera pude retener tras oír que hacían todo lo que podían y que iban a luchar por él. En la de María José, otra doctora de la que sí sé su nombre, pero no le pongo cara porque solo hablamos por teléfono. En las de José Antonio, Mónica, Mati y otras tantas enfermeras de la UCI.

En las manos de Angus, una auxiliar que debió de acortar el nombre de Angustias con el que la bautizaron, porque no le hace justicia. Si en algo es experta es en hacer que la angustia de la soledad de la UCI desaparezca con su presencia. No diré su edad. Aunque no la conozco, el hecho de que se apresurase a pedirme que no le hablase de usted me hace dudar. Pero sí diré que podría estar disfrutando de su jubilación tras más de 40 años de servicio sanitario, pero ha decidido prorrogar el retiro y seguir al pie del cañón en la UCI. “No logramos quitárnosla de encima”, bromea José Antonio el enfermero. “Yo aquí estoy muy bien”, dice ella. Y se nota. Disfruta de su trabajo y del cariño que ofrece a los pacientes entre sorbos de agua, piquetes de azúcar y gestos de cariño que nada tienen que ver con la medicina del cuerpo, pero sí con la del alma.

“¿Esto es siempre así, papá? -pregunto mientras Angus le peina el pelo blanco con sus manos- ¿O es por los bombones?”. Él sonríe y ella también. “Ay, Cristóbal. Para qué encarga usted nada, que esto se nos pega en las cartucheras”, dice bromeando mientras señalaba una caja de bombones que dejamos sobre una mesa. Mi padre, con la voz débil después de una intubación de varios días, pidió que la llevásemos para “las muchachas”.

Era su forma de agradecerles el trato y el cuidado impagable. Aunque en casa nunca hemos sido especialmente creyentes, cuando una familia se enfrenta a una situación tan complicada se aferra a lo que sea y reza hasta lo que no sabe. “Yo le he pedido hasta a la Virgen. Habrá que llevarle flores”, decía una de mis ateas hermanas. Y mi padre, creyente a ratos en algún lugar de su interior y ex capillita por temporadas, creyó conveniente otro plan dentro del delirio en el que ni tan siquiera logra saber cómo llegó allí. “Traedle lo que sea, pero a esta gente, que son los que me han salvado con sus manos”. Y así fue.

Los sanitarios de la UCI del Hospital de Puerto Real no serán muy distintos a los de otras UCIs. Eso quiero pensar para recobrar la fe en la sanidad pública, que hay quien se empeña en destrozar. Pero los que llevan batas y pijamas blancos (y no corbatas), están entregados a su trabajo y en asegurar lo mejor para quienes la usamos. Lo que pasa en la UCI, se queda en la UCI. Es el trabajo que la familia no ve. Quizás, el menos agradecido del hospital.

Desde el box en el que me dejaban estar un ratito con mi padre podía ver el resto de habitaciones. Él, cansado de estar cansado, se dormía. Y sin soltarle la mano. Yo miraba los movimientos del personal como el que ve un teatro. Me fijaba en una chica, menudita, con su pelo recogido con una trenza de espiga. Entraba en el box de una persona ausente, presente solo de cuerpo, y le hablaba. Le contaba todo lo que iba haciendo. “Te voy a cambiar este gotero, fulanito”, decía en voz alta, dirigiéndose a él por su nombre de pila, mientras trabajaba sin obtener respuesta. Ni una sola reacción.

No hace falta explicar qué es la UCI ni el perfil de los pacientes que allí llegan. Para muchos es la última cama en la que duermen antes de pasar al sueño eterno. Y esos momentos cambian el tono del trabajo, el ritmo de la unidad. En uno de esos ratos noté como se hacía el silencio. Una enfermera mandaba a callar a otras dos que hablaban de espaldas a la escena que se iniciaba. En procesión lenta, unas cinco personas, enfundadas en EPIs, entraban en uno de los boxes. Una vez dentro, una auxiliar cerraba la puerta y bajaba las persianas de las ventanas interiores. Un momento íntimo para la familia que afrontaba el adiós. La despedida.

Yo viví la escena apretando la mano de mi padre, al que de nuevo le preguntaba. “¿Te cuidan bien, papá?”. “Sí, muy bien”, me respondió. “Escríbeles algo bonito, anda”. Aquí está, papá. En tu nombre. Pero no podemos decir nada más bonito que tu “gracias por darme otra oportunidad para vivir”.

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