Tribuna

josé antonio gonzález alcantud

Catedrático de Antropología

La memoria en su laberinto balcánico

La memoria en su laberinto balcánico La memoria en su laberinto balcánico

La memoria en su laberinto balcánico / rosell

En Mostar, Bosnia, en torno al célebre puente viejo que divide aún hoy religiosa y culturalmente la ciudad mártir de la última guerra balcánica, pueden verse graffitis que rezan Don't forget (no olvides). En una interpretación inmediata el paseante los asocia al "deber de memoria", invocado y traído a colación de continuo a raíz de la experiencia de Auschwitz. Fue un judío turinés, Primo Levi, quien tras la experiencia concentracionaria nazi alzó la voz de quienes habiendo sufrido la violencia mayor de la Historia, esgrimiendo la virtud del recuerdo para frenar cualquier otro genocidio.

No olvidar aparece como un mandato que se inserta en la tradición de Yahvé que obliga a los judíos a mantenerse unidos en la diáspora. Sin patria, sin tierra, sin propiedades, sólo el recuerdo los mantendría unidos como comunidad. Las mayores juderías de Europa residían hasta la primera guerra mundial en las ciudades y campos balcánicos. Casi todos sus habitantes eran sefardíes. El diputado español Ángel Pulido realizará un viaje en 1903 a los Balcanes, quedando impactado por estas comunidades que continuaban en su diáspora hablando castellano antiguo. A su retorno se convirtió en su apóstol en las Cortes españolas, logrando por primera vez tras la expulsión de 1492 el reconocimiento de los derechos históricos de los sefardíes, como españoles del exilio. Empero, el sionismo ya iba ganando posiciones, y cada pascua hebrea se brindaba en los guetos balcánicos con un inquietante "¡El año próximo, en Jerusalén!". Aunque, en algunas ciudades como Tesalónica llegaron a ser el cuarenta por ciento de la población, los sefardíes fueron acorralados por los nacionalismos turco y griego, y el expansionismo cultural francófono. Hoy no queda ni siquiera un pálido recuerdo de aquellas comunidades fabulosas, para quienes Sefarad, ocupaba el papel mítico de al Ándalus para los musulmanes, es decir de la nostalgia de tierra ubérrima.

Existe una suerte de exhibicionismo en las fachadas tiroteadas hasta el hartazgo de Mostar. Cabe preguntarse por qué no son reparadas. La obscenidad de la destrucción resalta en este ensañamiento. Es algo similar a los museos del Holocausto, pero con un fin muy distinto: se recuerda el fratricidio entre yugoslavos con el deseo de resaltar que habrá una tornavuelta. Este memorialismo obsesivo se ha vuelto un abuso, según T.Todorov. El problema nodal de este exceso de memoria, nos indica Isaac Martín Lupiáñez, antropólogo andaluz, mientras paseamos por una Mostar que se abre al turismo tímidamente, es que no hubo un vencedor claro y las heridas siguen abiertas.

Cuando estalló aquella guerra en el corazón de Europa, recuerdo la dificultad para comprender lo que ocurría. Vivimos con una suerte de sopor de conflictos pasados que al aflorar repentinamente nos dejan desconcertados. Le pasó a los norteamericanos con el 11-S realmente no sabían quiénes eran los musulmanes, y tuvieron precitadamente que reeditar libros olvidados. Tuve la misma sensación con los Balcanes. En París, donde yo andaba en aquel tiempo, cayó en mis manos el volumen reeditado de un geógrafo de los años treinta, Jacques Ancel, titulado Pueblos y naciones de los Balcanes. Lo devoré e incluso lo recensioné para una revista, pero sin alcanzar a comprender en qué consistía la naturaleza profunda del conflicto balcánico. Ahora veo en mis dudas de entonces, nada satisfechas con cartografías étnicas, de fronteras e identidades más que discutibles, que el conflicto no tenía respuesta por su carácter laberíntico. Como tampoco tenemos respuestas a las razones que expliquen el atentado de Sarajevo que dio lugar a la primera conflagración mundial dado que los documentos que pudieran darnos pistas se han borrado.

En Split, Croacia, el día del patrón, en la catedral sita en el sorprendente templo de Diocleciano, la presidenta de la República, los obispos, los cuerpos sociales de la nación al completo, desfilan, en una procesión, que me llama la atención por su profundo sentimiento. Es una religiosidad que no admite falla ni folclore porque está vinculada a la propia idea de Croacia, como frontera religiosa y política de la cristiandad. Delante de la catedral representan con fuerza y maestría una danza de espadas o moresca -así le llaman-, o lucha de turcos y cristianos. Pero a diferencia de nuestras fiestas de moros y cristianos, donde el humor y el espíritu festivo se imponen, aquí se vence a los turcos sin piedad.

Volviendo a los hebreos. En Sarajevo poseen un manuscrito que por algún momento se creyó perdido para siempre durante la guerra última. Es el Haggadah, texto miniado hebreo con ornamentaciones musulmanas. Ejemplo de hibridez cultural, que llegó a los Balcanes a fines de la Edad Media procedente de la península Ibérica. Fue conservado con primor y celo. Tras la pasada guerra apareció en Nueva York, y volvió a Sarajevo. Hoy día es un símbolo de aquella convivencia y convivialidad mítica de los Balcanes, rota con la primera guerra mundial y rematada con el conflicto de los noventa. Cuando me entrevistaron para un programa bosnio sobre la "convivencia" el director me comparaba el Haggadah con al-Ándalus. Probablemente tenía razón. Los excesos de la memoria se curan con bondades culturales, como este texto sagrado hebreo libre de laberínticas pasiones identitarias.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios