Editorial
Un fiscal general sin móvil
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El Tribunal Supremo ha dado un nuevo portazo a la aplicación de la amnistía a los dirigentes separatistas catalanes que fueron condenados por el desvío de fondos públicos para el intento de golpe de octubre de 2017. La sala que enjuició el procés y dictó la sentencia condenatoria ha rechazado los recursos presentados por la Fiscalía, la Abogacía del Estado y varios procesados contra el auto que concluyó que el delito de malversación por el que fueron condenados está excluido de la Ley de Amnistía. Nadie puede negar una plena coherencia a los pronunciamientos del Supremo y dentro de ella de su voluntad de buscar cuantos resquicios legales sean posibles para cuestionar o bloquear la aplicación de la norma. Lo hace bajo el criterio de que con ello no plantea una batalla política a los otros poderes del Estado que promovieron y aprobaron la ley, sino que defiende la independencia judicial y la prevalencia del Derecho. El auto del Supremo incluye una carga de profundidad que no deja lugar a dudas: “Las leyes no pueden interpretarse como un mandato verbal dirigido por el poder político a los jueces”. Es decir, la voluntad del legislador no basta para que las normas adquieran carta de naturaleza, sino que deben adaptarse al marco del ordenamiento jurídico en el que la base es la Constitución. El propio Tribunal Supremo es el que abre a los recurrentes la vía del Constitucional como garante último de la salvaguarda de sus derechos. Y ahí es donde va a terminar, como se preveía desde el principio, la Ley de Amnistía. Se podrán hacer cuantas especulaciones se quieran sobre el juego de mayorías en el alto tribunal y su actual composición tendente a avalar las tesis del Gobierno. Pero, como en el caso de los ERE, en su mano está decir la última palabra sobre un tema tan controvertido como lleno de aristas. Y esa última palabra será inapelable.
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